Última cita, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Una ráfaga de aire frío barrió la esquina, propulsada por la velocidad de los carros que aprovechan esa inusual ley de las probabilidades para gratificar al conductor con una seguidilla de luces verde en todos los semáforos de la larga avenida. Como llevaba días con una molestia en la garganta me ubiqué detrás de la primera fila en busca de calor, allí donde la gente no tiene más opción que mirar con impaciencia el cambio de luz. Delante de mí una chica de veintitantos años, esbelta, cabellos sueltos que iban del rojo al azul, y el cuello blanco del cual se asomaba un pequeño lunar entre la bufanda, me atrajo por su manifiesto malestar.
Discutía en voz alta –debido a que llevaba audífonos– por teléfono con alguien que, según entendimos, acababa de decirle que ya no la amaba. Una regla no escrita aconseja que una vez que sales a la calle te cierras al dolor ajeno. Por eso pocos escucharon o quizás fingieron no oír cuando ella le amenazó que si esa era su decisión final la vida para ella no tenía sentido. A mí la frase me sonó a telenovela. Nadie prestó atención al drama, y no se trata aquí de defender un acto de negación que nos lleve a concluir de modo pesimista que estamos solos. Salimos de casa urgidos por la fatalidad de ocuparnos de nuestras pequeñas cosas en medio de tanta gente que dejamos escapar el instante de desesperación del otro.
La chica repitió su advertencia, en esta ocasión con lágrimas y voz entrecortada. La señora, a su lado, la premió con una sonrisa de clemencia que ella no necesitaba porque, indefensa, sentía que se le apagaban las mágicas versiones de la tarde.
Tuve la impresión de haber vivido ese momento. De repente me sentí aturdido por el fuerte olor de la colonia de un señor en la fila de atrás, que me distrajo y me hizo voltear. Con esa apasionada desesperación y serenidad que concede la juventud la chica atravesó la vía y lo siguiente fue el ruido metálico de la embestida sacándonos de nuestras cavilaciones. El taxista frenó bruscamente, apagó el motor y salió llevándose las manos a la cabeza. Tres hombres corrieron hacia ella.
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Golpeada por la impresión, una señora se desmayó, un hombre fornido vomitó, los demás permanecieron suspendidos en sus propios miedos, sin aliento, en ambos lados de la avenida. Cuando miré hacia abajo, a mis pies alguien gritaba desde el móvil de la joven. Lo tomé y sin saber qué decir escuché “…sí, te amo, Nina… lo que pasa es que tú eres demasiado impulsiva… espérame en el café Augusta y hablemos…”. “Hola”, me atreví a contestar, y antes de que del otro lado me preguntaran ¿quién coño eres… qué hacéis con el móvil de Nina Frontis?, me llené de valor y respondí: “cálmate y escúchame, que no la esperes… ya no irá a reunirse contigo”. Apagué el móvil y se lo entregué a uno de los primeros agentes que tomaron el escenario del suceso.
Le sugerí que posiblemente pertenecía a la chica atropellada. Me miró tratando de retener mi rostro y tras unos segundos de desconcierto me dio las gracias, mientras yo me alejaba atravesando la avenida y pensando en el lunar de Nina, en su frondoso cabello rojo y azul y admitiendo como Nina Frontis, un bello nombre quedaba ahora rebajado a un simple titular de prensa.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España