Últimas vacaciones, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
La tarde que tío Manuel dijo que le habían robado unas cabras, mamá se refugió en el cuarto y se puso a llorar. Máximo aprovechó el pequeño desajuste emocional para anunciar como si fuera un presagio: “ahora sí que nos jodimos…”, dejando adrede que se consumiera la pausa a fin de subrayar la ocultación de lo que revelaría a continuación: “…mucho que le tocó a papá para lidiar con lo de su hijo para que venga a pasar esto ahora”.
Noté que mis hermanos comprendieron, callaron y se marcharon a sus habitaciones; pero yo con la desventaja de ser el pequeño, con lo cual me veía obligado a formular a menudo las preguntas incómodas, lo interpelé “¿de qué hablas?”. Máximo sin considerar el hecho de que la duda provenía de un niño de nueve años, protestó “verga, hermano, que si eres quedado”. No obstante se dignó en responder: “como pasó con Pedro Adán, el hijo de tío Manuel… tu primo pues”. Lo entendí a medias y me cobijé en la imagen del primo. En casa se hacía lo imposible para que su nombre no se pronunciara en nochebuena ni en cumpleaños y mucho menos en los velorios familiares.
Antes que primo, Pedro Adán fue el aliado en esa etapa feliz de mi infancia cuando me enviaban a pasar vacaciones a Santa Bárbara del Zulia. Con Pedro Adán (tenía fijación por su nombre y no aceptaba que le llamaran Pedro, a secas) aprendí a sobrellevar el ambiente sofocante del sur del lago, como también a montar a caballo, ordeñar vacas, pasar las tardes comiendo maduros (plátanos), bañándonos en el río y hasta fritando patacones que para los días de mis visitas eran el plato preferido, junto a las mandocas de tía Ángela, con queso de año rayao y caraotas refritas.
Aunque me llevaba un año, yo lo superaba en conocimientos. Pero obviamente el primo me dominaba en fuerza y destrezas. Para justificarse razonaba de manera cuestionable: de qué sirve saberse la tabla de multiplicar si en el mundo donde se desenvolvía lo único que se precisa es tener los ojos abiertos y, sobre todo, coraje.
Y Pedro Adán cumplía con esos requisitos, ya que reaccionaba con malcriadez a la gente, añadía más insultos al insulto que le proferían, y si alguien lo amenazaba, mi primo estallaba como volcán y se le encimaba con tal furia que yo permanecía en silencio y sin moverme. Entonces Pedro Adán, encima del otro, se daba el lujo de voltear hacia mí y aconsejarme: “mirá, primo, esto es lo que hay que hacer antes que un coñito de verga te quiera montar la pata”. Pero a pesar de esos días felices, nada de eso me parecía normal e intuía que algo no iba bien en la cabeza del primo. Sin embargo terminaba convencido de que se trataba de un muchacho audaz y temerario que poseía un carácter explosivo. Punto.
*Lea también: ¿Para qué vivimos?, por Fernando Mires
Años después, cuando regresé a Santa Bárbara para disfrutar las vacaciones de sexto grado, mi alegría se estrelló con la noticia de que el compinche de juegos y aventuras se hundía en la melancolía. “Lo que pasó fue que tu primo se cayó en febrero de lo más alto de una mata de mangos y se golpeó la cabeza”, resumió con desconsuelo tía Angela para, seguidamente, bajar la voz a límites en los que ni yo mismo alcanzaba a oírle: “ahí está en su cuarto, pero tenéis cuidado porque está medio mal de aquí”, llevándose el índice a la altura de la sien y girándolo como si apretara un tornillo, con lo cual confirmaba mi sospecha, la que nunca le revelé porque mencionarla era como un acto de alta traición, de que el primo estaba tocado.
Entré al cuarto y encontré a Pedro Adán recostado de la cama, con aspecto lastimoso. Me observó con sensación de hastío, y antes de que le saludara preguntó “¿te viniste en caballo? Sonreí y traté de disimular, rindiendo la devoción debida a los tantos días que jodimos. Le pregunté a su vez “entonces, primo, ¿nos vamos al Vigía a comer maduros?, pero era evidente que no le hablaba a la misma persona. Su cuerpo lo habitaba alguien callado que miraba hacia delante, fijamente, haciendo gestos vagos con la cabeza e instalándose en prolongados silencios que me desorientaban. Mientras yo seguía allí de pie, como aturdido, intentando de ser afable, mi primo parecía estar de vuelta, como si hubiese atravesado otros mundos y el trayecto habría sido para él una especie de viaje hacia el olvido.
“Pedro Adán”, dijo al fin y saboreó su nombre como si tuviera un sabor que le gustara: “Pedro Adán, Pedro Adán, Pedro Adán, Pedro Adán, Pedro Adán, Pedro Adán, Pedro Adán, Pedro Adán… ¿cuándo coño se va a gastar el nombre de Pedro Adán?” Mientras sentía el sol que atravesaba la ventana y reverberaba con fuerza sobre mi espalda, apenas pude responderle con una sonrisa que ni siquiera había preparado para soportar las inclemencias de esa nueva realidad. Sentí que se apoderaba de mí la triste desdicha de que mis vacaciones habían terminado. Le dije “ya vuelvo, primo”, salí de la habitación y le dije adiós a mi infancia.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España