Un error en el menú, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
Abro los ojos. Un hilillo de sol crepitante se cuela entre las persianas de esta habitación silenciosa aguijoneando mi cara como un flechazo y me sacude. Ya no podré continuar el sueño en el que correteaba con mis primas Celia e Isabel en el fresco verdor de Sabas Nieves de nuestra infancia porque, aunque voltee hacia el otro lado de la cama solo veré el cuerpo de papá en la morgue y el gesto de resignación de mamá cuando nos abrazamos en el aeropuerto.
Ayer mismo, no más aterrizar la llamé para convencerla de que todo estaba bien, y no sé si por nostalgia o temor a lo desconocido bebí más de la cuenta, o posiblemente lo ingerí a toda prisa, tanto que los amigos de Magda que vinieron a darme la bienvenida se asombraron de mi impaciencia por beber. Lo que ignoran es que yo necesitaba ese impulso vital para amistarme con Barcelona y dejar atrás pesados recuerdos que me han impedido hacer mi propia maleta.
En fin de cuenta, si revisamos bien, lo de anoche no fue un exceso mío. Todos bebimos, comimos y hablamos tanto que nos quedamos sin ánimos, fulminados, como si un vendaval nos hubiese arrasado y nos dejara abatidos en las camas, sofás y hasta en el suelo. De manera que no siento vergüenza ni arrepentimiento sino, por ahora, un punzante dolor de cabeza que si me levanto de la cama estoy segura que voy a vomitar antes de llegar al baño.
Estoy por llegar al mes en esta ciudad amable y algo sacudida por los casos de covid. Magda se ha portado de forma excepcional y anoche llegó con una buena noticia: la próxima semana se retira una compañera suya y empiezo yo como mesera en un restaurante del centro.
Ella no deja de aconsejarme de que ahorre el dinero que traje porque, aunque disfrute de empleo fijo para sobrevivir, en algún momento necesitaré recursos para afrontar los imprevistos que nunca faltan en una región sacudida por los avatares de la pandemia y la crisis económica. Mientras tanto, he pasado el día limpiando el apartamento y les he preparado el desayuno, de forma que cuando Magda y Eliana salgan de la ducha, apuradas para ir al trabajo, tengan algo en el estómago con que empezar la faena.
Pero ellas se incomodan por ese rol de mucama que subrayan no me lo han sugerido, y yo les sonrío desde dentro porque –no se los digo¬– lo primero que aprendí de mamá es ser agradecida con el que te tiende la mano y, lo segundo, saber captar a tiempo cuando adviertas que vas estorbar en un lugar.
Para ser mi tercer día de trabajo me ha ido bien en este restaurante donde el dueño, un viejo repulsivo, con mal aliento y abusón –anda siempre jurungándose la boca con un palito– ni siquiera disimula cuando nos mira las nalgas al salir de la cocina con los platos hacia las mesas. Glenny se lo ha reclamado varias veces pero él no entiende ni se disculpa sino que, al contrario, se torna belicoso y argumenta que su labor consiste en permanecer ahí en la puerta de la cocina para vigilar los movimientos de clientes y empleados… “Si ustedes caminan por ese pasillo ¿qué culpa tengo yo?”, es lo que contesta y alza el tono autoritario sin que medie otra excusa. “Al menos, cuando pase y antes de llegar a la mesa que estoy atendiendo, tenga la decencia de vestirme porque siento como si me desnudara”, le conminó Glenny una tarde, y el viejo ni se molestó sino que reaccionó con una mordaz sonrisa, agradecido de disfrutar la fortuna de ser un voyeur apegado a la ley.
Aparte de estas u otras contrariedades, todo va bien para mis expectativas y hasta ahora no lo había comentado siquiera con Magdalena, a quien le debo esta oportunidad en mi estancia en Barcelona y comportarse como la amiga a la que no debería ocultarle nada, en caso de que algún secreto guardara.
Pero, en mi caso se trata de un tema más delicado que sensible, y no voy a involucrar a mi antigua compañera de la Universidad en un asunto que no le concierne a nadie, sino a mí. El punto es que hace dos semanas se sentó frente a la mesa número cuatro un cliente algo cercano a los cuarenta años, cuerpo atlético que se resiste a abotagarse y cabellos que empiezan a emblanquecer.
No es que me atraiga el tipo ni mucho menos, sino que desde el primer momento intuí que era compatriota y él también lo presintió, de modo que cuando me lanzó la pregunta que suelen hacer los comensales para entrar en un clima de confianza le contesté amablemente pero no con la respuesta adecuada y le dije que era colombiana.
La presencia del sujeto de rostro ancho, mandíbulas pronunciadas y expresión de sobrellevar alguna pena, siempre solitario y distraído en revisar a cada rato los mensajes del móvil se ha hecho ya casi frecuente, y otras compañeras le han atendido, al igual que lo hago yo, sin que medie irregularidad en el trato o en la conversación, más allá de lo común que puede ocurrir entre el cliente asiduo y quienes lo atienden. Pero yo le he dado vueltas a su rostro que parece llevarme hacia alguna puerta desconocida en la que se asoma mediante su sonrisa forzada para luego mostrar una expresión extraña que es a la vez de contrariedad y desafiante.
Acabo de enterarme que Ileana se enamoró de un polaco y se fue del apartamento que compartíamos las tres, pero nos dejó a Paola para amortizar el alquiler y demás gastos. Paola es italiana como Ileana, su amiga de la infancia. Una chica jovial, colaboradora y divertida, pero –lo dijo en serio– asegura estar dotada de ciertos atributos adivinatorios que le permite juzgar a las personas, según nos lo ha confesado.
Todo va bien con ella, tanto en la rutina del piso como en el restaurante, en sustitución de su paisana, pero una tarde le comentó a Magda que el señor que suele comer en la mesa cuatro da la impresión de ocultar algún pasado tenebroso y como ella es italiana no le ha sido difícil concluir de que el desconocido mantiene vínculos nada agradables con la mafia que no ha terminado de saldar.
La ocurrencia de Paola nos hizo reír por un buen rato y nos costó convencerla de que seguramente era un señor discreto y que es verdad no sabemos nada de él pero que de italiano no tenía nada ya que a lo lejos se le apreciaban rasgos de ser venezolano. Paola no quedó del todo convencida pero igual aparó su irrefrenable intuición bien porque había trabajo por hacer y porque otros temas nos interesaban más.
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Así que dejamos a un lado al personaje “misterioso” quien justo unas semanas después se ausentó por varios días. Solo al reaparecer tuvimos que sofocar el incendiario “sexto sentido” de Paola pero no seguimos más con el tema. Pero yo no, porque la observación de Paola rozaba un poco con la primera impresión que me causó el señor Raúl, que es así como dijo llamarse. Ahora soy yo –meses después de la “revelación” de Paola– quien se aferra a ese cliente, no con la intensidad con la que lo hizo Paola.
No solo percibo el aspecto indescifrable que atisba nuestra amiga sino que empiezo a preguntarme, sin comunicárselo a nadie, por qué también a mi me inquieta un desconocido. Tampoco es que lo haya convertido en obstinación, pero una madrugada se me apareció en sueños. Me dije, seguro de tanto conjeturar en torno a él y evité comentarlo con las chicas porque terminaríamos alucinando y provocando incluso una estampida general de clientes del restaurante.
El tiempo corrió de pisa y una de esas tardes con pocos comensales que tiende al relajo se me ocurrió enviarle a mamá por WhatsApp un selfie de Glenny, Magda, Paola y yo, ataviadas de camareras y como fondo el cúmulo de sillas y mesas del restaurante. En su primera reacción mamá se emocionó tanto hasta llegar a las lágrimas porque le tranquilizaba que contara con amigas, chicas tan lindas y me pidió les transmitiera abrazos y muchos besos a todas; en particular a Magda, a quien mamá conoce ya que en más de una ocasión se quedó a dormir en casa.
Pero la felicidad plena no suele durar tanto tiempo. Diez minutos después, es mamá quien me escribe y esta vez la noto inquieta. No era para menos: asegura que el comensal que aparece en el ángulo izquierdo de la foto podría ser el funcionario a quien ella señaló de haber detenido a papá y encerrarlo en el Sebin bajo la acusación de conspirar contra el gobierno. Lo primero que pensé era que mamá seguía refugiada en el pasado, y que se dejó guiar por la memoria, que la condujo y vio en el cliente de la mesa cuatro al responsable de su desgracia.
Cuando lo conversamos me dijo que la denuncia que ella hizo en la fiscalía no pasó de ser una conjetura sin fundamentos, y le exigían pruebas consistentes. Además, el funcionario a quien mamá se refería había sido destituido por robo de armamentos y no podía ser localizado puesto que se fue del país.
Como entenderán, tal revelación me aturdió como si me hubiera frenado un autobús en medio de la vía. Le escribía a mamá con tanto miedo que a duras penas me salían bien los mensajes, preguntándole si estaba segura, y de cómo era posible que ese tipo estuviera en España sin que mediara contra él alguna investigación o una orden de captura. Mamá no tenía respuestas, yo tampoco. Para mí, como para ella, era como si el dolor se hubiese aparcado ahora en el lugar de nuestras pequeñas alegrías.
Me rogó que andara con prudencia, que no le contara a nadie y que ella averiguaría ese caso con Núñez, el abogado de la ONG que le acompañó al principio en la denuncia y que rechazó la respuesta de parte de la Fiscalía basada en un informe del Cicpc que calificó la muerte de papá como homicidio perpetrado por delincuentes dentro de la cárcel.
Quedé destruida tras el intercambio de lamentos con mamá. Solicité al restaurante dos días de permiso y aproveché para ir al médico quien solo detectó signos de agotamiento. Pasé esos dos días en cama observando la foto de papá y mamá el último año nuevo, y maquinando mi plan. Magda y Paola se acercaron inquietas pero las eché de la habitación al alertarles que podía haber dado positivo en coronavirus.
Al cuarto día me incorporé al restaurante, tranquilicé a mis compañeras y actué como si nada hubiera ocurrido. El hombre que volvió para jodernos la vida –aún más– a mamá y a mí no se presentó durante una semana. Me asusté por el solo hecho de pensar que el sujeto hubiese recibido información desde Caracas. El martes siguiente una mezcla de angustia y regocijo me estremeció cuando lo vi llegar y ocupar su habitual mesa cuatro. Como si nada hubiera sucedido me le acerqué para atenderle y hasta creo que me excedí en amabilidad. Me aterró cuando noté que veía hacia otro lado, como rehuyendo de mi mirada, hasta que hizo el pedido y finalmente sonrió.
Yo misma fui a buscar el plato a la cocina y me velé de que nadie me observara. En unos segundos que parecían de muerte, vertí casi la mitad del frasco de raticida en la sopa. Le serví su menú preferido con discreción y subrayé la expresión ¡buen provecho, señor Raúl! Me miró sorprendido y por un instante abandonó el aire de fatiga que cargaba para obsequiarme una generosa sonrisa.
Antes de que probara la primera cucharada salí del restaurante sin avisarles a mis compañeras y me perdí como aturdida caminando sin rumbo, nerviosa y sin mirar hacia atrás. Recordé algo que había leído en un pasaje de Shakespeare “que muera conmigo el misterio de este último sueño” y lloré. Al rato encendí el móvil y noté que tenía seis llamadas perdidas de mamá y un mensaje corto y preciso que decía: “Hija, qué felicidad… me ha llamado Núñez, el abogado de la ONG, para informarme que acaban de apresar al asesino de tu papá”.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España