Un foul para Isa, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
Se escondía detrás de las cortinas de su ventana para mirar. Lo hacía tontamente, con escaso disimulo y una pizca de inadvertencia para que me fijara; pero igual ponía empeño en demostrarle que, sobre ese tierrero de piedras, clavos retorcidos y vidrios, yo sería una futura estrella del beisbol. Era sábado en la tarde. El martes cumpliría trece años, y me venía entrenando para saltar de ese tren idiotizado de la preadolescencia y asumir el rol de joven que asume con seriedad lo que va a ser su futuro.
Todos esos pensamientos bullían a gran velocidad en mi cabeza cuando, de repente, Alfredito batea una línea contundente al campo izquierdo que yo pude haber dejado pasar ya que la pelota se desviaba de foul, pero quise jugar al héroe y vi la ocasión de brillar ante Isa. Sin pensarlo di un enorme salto por encima de la zanja de aguas servidas que separa el terreno de juego y el bloque tres. El plan era que en el instante del vuelo la capturaba y caería del otro lado con la pelota en la mano, en señal de invencibilidad. Era el tercer out.
Pero lamento informarles que la suerte me desoyó y, tras el gran salto, a punto de la proeza que sería premiado con su sonrisa, lo que ocurrió fue que resbalé y pisé en falso la otra orilla de la zanja. Por efecto del mal cálculo o de la sobreestimación de mi capacidad física fui a dar al pozo de aguas negras y basura, con el infortunio adicional de que el guante se me soltó y la mano izquierda se estrelló contra el pico de una botella de ron.
No sentí dolor sino miedo al ver cómo la sangre salía a borbotones desde la palma de la mano, a la altura del meñique. Dado lo grave del percance, el juego se detuvo y todos corrieron hacia mí. Mis amigos observaron la mano y no lograron disimular su espanto, lo cual me asustó más, al punto que me olvidé de Isa.
En uno de esos gestos que siempre lo ennoblecía como amigo, Juan Ramón se quitó la franela y vendó con ella mi mano, o al menos logró taponar la enorme herida desde donde la sangre fluía como el agua de una tubería de la calle que estalla sin avisar. No hubo tiempo para ir a casa, porque el señor Fuenmayor que venía de estacionar su carro me hizo subir y junto con Juan Ramón y Alfredito fuimos a Emergencia del Hospital de Catia. El pánico se acrecentó en la medida en que mi mano en sí misma se convertía en espectáculo del horror.
*Lea también: Cuidado con la tendencia de la globalización en el fútbol, Gustavo Franco
Por ejemplo, el guardia de seguridad del hospital, al ver la gravedad de la herida me apuró, nervioso, que corriera por el pasillo y entrara en la sala del fondo. Igual sucedió con la enfermera que me atendió y me acostó de inmediato en la camilla, al tiempo que me inyectaba una antitetánica y llamaba a un tal doctor González para que acudiera rápido. Mientras quitaba la franela empapada de sangre y extraía pequeños vidrios, la mujer no ocultó su expresión de asombro y ordenó que me bajara los pantalones para inyectarme la antitetánica.
Es entonces en ese momento de la desesperación cuando recuerdo que por la prisa en jugar a la pelota, había salido de casa sin ponerme el interior, de modo que me propuse descoser el pantalón desde abajo. A mi lado yacía un moreno de complexión fuerte, el torso desnudo, cicatriz oscura en el rostro y una herida extensa y sangrante en el abdomen. Con mirada nada amistosa, más bien escrutadora, preguntó que había ocurrido, y cuando intenté responderle me di cuenta que su mano derecha permanecía atada con esposas policiales a la camilla.
Llegó la enfermera y quiso saber por qué no me había bajado el pantalón y le respondí al oído que no llevaba interior. “Nojoda, chico… ¿acaso me voy a perder de algo fenomenal?”, dijo alzando la voz para que todos en la sala oyeran y volvió a gritar “bájate los pantalones, porque si esta herida te llega a matar será por la infección”. Obedecí y quedé al desnudo en una sala plena de camillas con hombres y mujeres que pedían atención y me observaban no sin curiosidad. Mi vecino más próximo, del cual deduje había recibido lo suyo en una riña carcelaria, abrió la boca para burlarse y soltó una frase que no entendí. Vino un camillero, se lo llevó y me quedé sin saber hasta qué punto había comprendido lo que quería decirme.
De lo demás no recuerdo. Cuando desperté, ya era otra la enfermera la que cambiaba el suero y descubrí que yo llevaba puesto un interior gris. Pregunté la hora y la chica me dijo que eran las cuatro de la tarde del domingo, y que mis padres esperaban afuera. Miré sin fuerza el techo desconchado de la habitación y volví a cerrar los ojos. No sé cuánto tiempo pasó. Pero sentí que alguien me zarandeaba y reconocí a la enfermera malhumorada quien habló con voz aguda y cortante “párate, que ya el doctor les explicó a tus padres lo que debes hacer… estuviste a punto de perder un tendón y quedarte con la mano paralizada”.
Lo dijo así, directamente y sin adornar las palabras y con expresión que denotaba cansancio. Salí de la camilla, me vestí con camisa y pantalones limpios, y cuando estaba a punto de darle las gracias, la enfermera se volteó y preguntó “¿Y a ti qué te pasó por la cabeza para hacer eso que me contaron los que te trajeron?”. Yo encogí los hombros para no responder, pero de inmediato pensé en Isa, y me pregunté si en verdad lo que había hecho para disfrute de sus ojos podía ser considerado una hazaña o la más grande de todas las pendejadas que a un adolescente se le permite cometer.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España