Un mal día tiene cualquiera, por Omar Pineda

Encendí otro cigarrillo y miré el reloj. Las manecillas no parecían no moverse. La joven de la barra me observaba con extraña inquietud y fue en uno de esos instantes que su mirada se detuvo cuando aproveché para levantar el vaso y pedirle otra cerveza. No sé si valdrá la pena subrayarlo, pero debo indicar que yo era el único cliente del pequeño bar. Aunque al fondo sonaba Beth Hart con su pegajosa Bang Bang Boom Boom, yo no estaba para oír canciones y mucho menos para celebrar.
Al contrario, era la cuarta entrevista a la que asistía en tres semanas. Siempre pasaba lo mismo: una chica seria y atractiva, no mayor de 26 años, revisaba el currículo como si descifrara jeroglíficos, mientras yo, agazapado en la solemnidad, recorría tímidamente la tersura de su piel, presto a que cuando ella volteara para verificar lo que leía no se viera obligada a sacar otra conclusión. Al cabo de dos minutos enderezó su cuerpo en el sillón, colocó con parsimonia las manos sobre el escritorio y soltó la frase condenatoria que yo, cuando me ducho repito de memoria, “muy bien, señor Noguera, veo que su perfil es impecable… esté pendiente que le vamos a llamar”, lo que en el fondo constituye la forma más amable de anunciarme que ese puesto no es para viejos.
En eso estaba, dándole vueltas a lo que sería mi futuro, cuando la mesera deslizó el vaso e hizo lo que invariablemente va unido a su oficio: pasar el paño humedecido sobre la mesa en vano esfuerzo por recordarme, al salir, que se merece una propina. En fin, mañana voy a cumplir 68 años y no conviene que divague más en banalidades. Así que no me di por aludido y sorbí en un trago perfecto casi la mitad de la espumosa bebida resistiéndome a la tentación de hincar los codos sobre la mesa y ponerme a llorar.
No se los he dicho, soy periodista y finjo ser escritor tecleando crónicas o relatos que al subirlos en un blog hago creer que el lector está frente a una promesa no descubierta por las casas editoriales, cuando mi urgencia no es otra que la de procurarme el pan. En mitad de tal divagación empezaba a perderme cuando irrumpió un hombre de unos 40 años, ancho de espalda y cabeza imperfecta.
Todo su aspecto reflejaba rabia y frustración, lo que me infundió temor. Nuestras miradas apenas se cruzaron porque yo disimulé haciendo que consultaba el móvil y evitar así un malentendido. Pero la chica de la barra se le acercó, de prisa, entre solícita y algo confundida, y cuando estaba a punto de preguntarle qué pasaba el tipo sacó una pistola de su bolso y le gritó “¡es que tú crees que puedes olvidarte de mí así no más!” Ella, provista de cierta inocencia, hizo un gesto con las manos como si todo aquello no estuviera pasando y le salió una frase de piedad: “pero, José ¿qué haces?”.
No me miren a mí: estaba paralizado, no tanto por el miedo sino por el desconcierto de no saber cómo actuar. De hecho, esto no debía estar pasando. No era justo, reinaba un día claro y luminoso, y una Beth Hart emocionaba iba por la mitad de su canción, pero el hombre insistía en recriminarle no se qué a la chica, algo que no llegué a entender quizás porque hice un esfuerzo para distanciarme del incidente o porque la angustia de que de la pistola saliera lo inevitable crepitó en mi cabeza.
En efecto, de pronto el recinto fue sacudido por la detonación y mi vista se dirigió a la joven que se desplomaba con gesto vago como si se despidiera. Todo transcurría para mí con una lentitud que se eternizaba. Me tocaba mirar hacia el sujeto y para mi sorpresa veo a un hombre que me mira y me premia con un gesto vago con la cabeza, regalándome una sonrisa amarga que heló mi cuerpo. Todavía sin comprender, quedé como en shock no sé cuánto tiempo, hasta que alguien sacudió mis hombros y preguntó si me encontraba bien. Tardé para entender que el novio de la chica había seguido los pasos del hombre al toparse con él en una calle y decidió seguirle.
Lea también: La nomenclatura de la arepa, por Miro Popic
Así, antes de que accionara el arma, el joven le disparó a la espalda. Entonces caí en cuenta que el desenlace era otro al que imaginé con febril devoción literaria. Voltee mi cabeza a un lado del bar y detrás de la barra renacía la mesera llorando sin cesar, mientras tres policías la tranquilizaban y le hacían tomar un vaso de agua. Sentí que no tenía nada que hacer, sino levantarme y hacer algo incómodo: dirigirme al mostrador para preguntarle a la chica cuánto le debía.
Uno de los agentes que la socorría se apartó del grupo y me exigió con voz firme una explicación, tal vez la más verosímil, de por qué estando ahí yo no había hecho nada. No supe qué responder, cuando lo lógico era decirle que el ahora difunto llevaba en su mano una pistola, y yo en la mía cargaba un teléfono. De modo que opté por encogerme de hombros y alejarme.
En verdad lo que he debido decirle era que revisara mi currículo para ver si por casualidad entre los datos figuraba algún cursillo de intrepidez y osadía. Son cosas que uno las piensa después, porque ese tipo de respuestas no te vienen a la cabeza en mitad de un torbellino. En fin, me hice paso entre policías y curiosos, y de soslayo alcancé a ver, esposado, al autor del único disparo de este relato. Cuando salí del bar, Berth Hart había terminado de cantar.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo