Un Oscar decente, por Fernando Rodríguez
Autor: Fernando Rodríguez
El Oscar, como sabe toda mente medianamente despierta, es una de las más gigantescas operaciones publicitarias que hayan existido, destinada a vender el cine comercial norteamericano que, de paso, ejerce hoy el más esplendoroso poder imperial de su historia. De manera que entregarse a sus dictámenes es propio de quienes devoran publicidad y abrigan deseos consumistas hiperbólicos, es decir, una gruesa parte de la humanidad. Tampoco es muy necesario recordar que casi todas sus premiaciones han sido para películas que han caído con prisa en el olvido y que ha dejado pasar a su vera obras que han perdurado en la mente y la sensibilidad de los verdaderos cinéfilos, especie por las mismas razones en franco decrecimiento.
Celebremos malignamente que al parecer este año no le fue muy bien al globalizado y estridente certamen, que la ceremonia de entrega de premios fue más fastidiosa que de costumbre, siempre plena de agradecimientos a mamá y a la realización de sueños innombrables, y la audiencia planetaria tuvo un bajón que puso a temblar a los organizadores el certamen. La celebración es el derecho a defendernos de los lavadores de cerebros y sus sutiles y macabros procederes.
Ahora bien, nobleza crítica obliga, hay que decir que el premio de este año, tanto a la mejor película y a su dirección han sido acertados. Como se ha repetido en todo el orbe se trata de la película La forma del agua del director mexicano, reciclado en Hollywood, Guillermo del Toro. Es de esas películas que es difícil escribir y que provoca tratar como el crítico de El País, Carlos Boyero, que centró su nota en que a su parecer es una obra maestra y decidió no discutirla con nadie.
Hagamos nosotros el intento de decir algo, de hacer un esfuerzo. Porque la película es ciertamente muy difícil, paradójicamente a fuer de ser muy fácil. Me explico: no es falso decir que es un compendio de lugares comunes de cine de matiné y del más arcaico, o un cuento de hadas salpicado de efectos de thriller, o un divertimento para párvulos no apta para mayores de dieciséis años y cosas por el estilo. Y sin embargo funciona. Gracias en parte a eso, además. Es un relato que se arma de una manera extremadamente original e inteligente y que esas piezas que lo componen, justo por refritas, reiteradas, ya vistas desde siempre, le dan una rara ligereza y si quieren un aire de nostalgia de lo más acertado. A los arquetipos que lo componen, y vaya que lo son, por ejemplo, un militar más militar que lo que suelen serlo, éste no da ni señales de que piensa. O un policía que sería capaz de atemorizar a cualquier feroz narco mexicano y así.
Pero justamente son esos que toques que modifican sin romper los arquetipos los que ponen en movimiento el asunto. Monstruos ha habido en el cine casi desde que comenzó, basta pensar en el expresionismo alemán, pero es la primera vez que la protagonista, alma pura y generosa, por otra parte aficionada a la masturbación como vemos en pantalla, fornica placenteramente con él y además se lo cuenta a su mejor amiga con precisos detalles. Y terminan amándose por toda la eternidad posiblemente… quedamos con grandes sospechas de que el curioso engendro sea un dios verdadero.
Hay muy buenos y muy malos como en todo buen matiné. Pero hete aquí que hay una distribución interesante de esos roles. Los malos son los Estados poderosos, americanos y rusos en la guerra fría, los militares, los policías, los racistas, los burócratas los homófobos y hasta los autos de gran lujo tan pedantes. Los buenos los pobres, los humildes de corazón, las minorías marginadas, los artistas sin éxito, los verdaderos amantes del conocimiento y, full company, los que son capaces de abrirse a lo desconocido, a la belleza, a la aventura vital.
De la mezcla de estos elementos, sabiamente dosificados y distribuidos, surge un muy hermoso concierto fílmico. Sin aspavientos, muy quedo pero destinado a un lugar muy peculiar, acaso modesto, en el futuro cinematográfico