Un preaviso tardío, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Como era habitual, Faustino se levantó a las siete y quince de la mañana, se dirigió al baño y, antes de ducharse, se miró en el espejo. Observó no sin asombro que un agujero negro como de disparo asomaba en mitad de la frente. Asustado, como es natural que le ocurra a cualquier ser humano, trató de convencerse de que aún no había terminado el sueño, así que dirigió a la cama, para acabar lo que debía ser una pesadilla. Pero una vez acostado se preguntó qué carajo estaba haciendo y regresó al baño, se paró de nuevo frente al espejo, cerró los ojos, tomó aire y cuando al fin los abrió no existía agujero alguno.
No por ello se olvidó del asunto y, creyendo que fuese una premonición o alguna advertencia, ya vestido y oloroso a su colonia preferida, salió de prisa al consultorio del psiquiatra que hace años atendió a su padre, antes de que entrara en la demencia senil. Esperó su turno y tras ser llamado le contó exasperado al doctor lo sucedido.
El psiquiatra le hizo rellenar una ficha con datos personales, al tiempo que le preguntó cómo eran sus relaciones con los vecinos y a qué se dedicaba. “Soy sicario”, dejó caer la frase con marcado tono de sinceridad que, a partir de la reacción del médico, le sirvió de alivio y al doctor para ofrecerle un diagnóstico previo: exceso de trabajo. «En su caso no podría denominarlo estrés postraumático», concluyó con algo de sarcasmo.
El médico debió jurarle, ante la insistencia de Faustino, que la confidencialidad de la consulta estaba garantizada. El psiquiatra, a cambio, le recetó unos ansiolíticos, le aconsejó distraerse y lo citó para el jueves de la próxima semana, en caso de que estuviera necesitado de una segunda visita para hablar acerca del tema. Pagó a la secretaria, salió del consultorio, respiró el aire frío de la mañana y sonrió, burlándose de sí mismo, al convencerse de que un día surrealista lo tiene cualquiera.
Llegó tarde a la oficina del jefe, se disculpó pero no le contó a nadie el episodio de la visión en la mañana. Ni el jefe ni los tres matones que nunca se separan del viejo gánster respondieron al saludo y continuaron hablando del golpe en la joyería que habían preparado para el viernes al mediodía. A Faustino le pareció irritante que actuaran como si él no existiera pero recordó de una regla de oro de los capos: hacer lo mismo si el patrón no te dirige la palabra.
Pasaron los minutos y ya la incomodidad de Faustino fue creciendo al punto que sentía una suerte de vértigo, un incierto malestar, un temblor desconocido, y cuando estaba a punto de hacerse escuchar, el muchacho que funge de mensajero dio dos golpecitos, interrumpió asustadizo la reunión y al entreabrir la puerta tartamudeó: «disculpe, jefe, pero allá abajo están dos policías que quieren preguntarle algo sobre la muerte de Faustino».
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El jefe, visiblemente molesto, aplastó con sus dientes la punta del cigarro, se acomodó el traje, ordenó a los otros que esperaran ahí y le dijo al chico que les avisara que ya iba bajando. Faustino, ojos y oídos abiertos al espeluznante sosiego que inundaba ahora la habitación, se llevó las manos a la frente, buscó un espejo y notó que el agujero por donde entró la bala empezaba a ennegrecer.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España