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Un Premio Nobel a la muerte, por Gustavo J. Villasmil Prieto



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Nobel
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | octubre 29, 2022

Twitter: @Gvillasmil99


Desde niño, interesado por la ciencia y sus cosas, solía seguir cada año el cotilleo previo al otorgamiento del alto galardón sueco en Medicina hasta la definitiva selección de su ganador, sobre cuyos aportes corría yo a informarme en fuentes tan diversas como la vieja enciclopedia Salvat de casa, las Selecciones del Reader’s Digest o la paciente explicación de algún maestro generoso. Similar pulsión ejercía sobre mí el de literatura, en cuyos textos estaba siendo yo introducido vía los catálogos del Círculo de Lectores que mi mamá nos llevaba por vacaciones. No había año en el que no esperara yo la entrega de los Nobel con más entusiasmo que la de los Oscar.

Los de Medicina y Literatura eran los premios más esperados, si bien los de Economía y de la Paz tampoco escaparon a mi atención. Algunos de los primeros ya aparecían mencionados en mis textos de Biología del bachillerato: el gran Severo Ochoa, español, y su código genético de 1959 y Watson y Crick, estadounidense el uno, británico el otro, y su modelo de la doble hélice helicoidal del DNA de 1962, que en el liceo nos pusieron a armar con cubos y bolitas de anime coloreado: Ya saben, muchachos: adenina va con tiamina y guanina con citocina…. Similar entusiasmo me generó tener en las manos Cien años de soledad: ¡Mira, mamá: a García Márquez le dieron el Nobel! Un entusiasmo juvenil que volví a vivir muchos años más tarde cuando se lo otorgaron a Mario Vargas Llosa, siendo que su primera gran novela –La ciudad y los perros de 1963, que fuera merecedora del Premio Rómulo Gallegos— formó parte de las lecturas obligatorias de mis cursos de Castellano y Literatura del cuarto o quinto año.

No recuerdo año alguno en el que los anuncios de la academia sueca no me emocionaran más que el de los grupos de la Copa Mundial FIFA. Con la madurez y el desarrollo de cierta conciencia crítica, comencé a preguntarme por lo que a mi juvenil juicio eran omisiones de tan alta casa académica escandinava: ¿por qué nunca le dieron el Nobel a nuestro Fernández Morán, sin cuyo aporte no habría hoy microscopía electrónica? ¿Por qué solo fue Nobel Luc Montagnier y no Robert Gallo, siendo que a ambos debemos el descubrimiento del virus de la inmunodeficiencia humana? O, ¿por qué lo hubo para Naipaul y no para Jorge Amado, o para Dereck Walcott y el chino Mo Yan, mas nunca para Haruki Murakami o nuestro Rafael Cadenas?

La academia sueca nos vuelve a dejar perplejos este año con el Nobel en Medicina, otorgado a un estudioso de la paleogenómica, el doctor Svante Pääbo. El destacado científico, adscrito a Universidad de Upsala, tiene casta: su padre, el doctor Sune Bergström, del prestigioso Instituto Karolinska, también ganó el Nobel en 1982, compartiéndolo nada menos que con el gran John R. Vane por las contribuciones de ambos a la comprensión del metabolismo de las prostaglandinas, la molécula clave en la génesis de la inflamación. Entre los méritos de Pääbo se señalan sus originales trabajos en los que demuestra que todos nosotros somos entre 1 y 3 % neardenthales. Un hallazgo sin duda interesante, pero que dudo mucho ayude a aliviar en lo inmediato la angustia de los pobres enfermos de mi sala de hospital caraqueño.

Lea también: El nombre de las cosas, por Aglaya Kinzbruner

No menos «ponchados» quedamos con el de Literatura, otorgado este año a la escritora francesa Annie Ernaux. De obra relativamente poco conocida entre nosotros, la señora Ernaux sí que lo es por sus posiciones marcadamente antisemitas así como por su manifiesta adhesión al movimiento de los llamados «insumisos» en Francia: de hecho, a pocos días del anuncio del veredicto de los suecos, se le vio marchar por París del brazo de esa «joyita» que es el señor Jean-Luc Mélenchon. A ese sí que lo conocemos bastante por aquí.

Cuesta aceptar que un verdadero benefactor de la humanidad como el gran Thomas Starzl, padre del trasplante ortotópico de hígado, nunca fuera considerado para el premio, como tampoco ninguno de esos tres grandes genios del Sur– Eduardo Braun-Menéndez, Miguel Angel Ondetti y el trágico René Favaloro— a quienes habría que poner en el olimpo argentino al lado de San Martín, de Belgrano y de Juana Azurduy: al primero, por su inmensa contribución a nuestra comprensión de los mecanismos generadores de la hipertensión arterial; al segundo, por haber sintetizado el captopril, con el que todos los días la controlamos y al tercero, por haber diseñado la técnica quirúrgica –el bypass coronario— con la que se han salvado más corazones en el mundo. Ninguno de ellos fue Nobel.

En el campo de la literatura, las omisiones suecas son incluso más penosas. Benito Pérez Galdós, el más grande narrador de España después de Cervantes, nunca fue premiado. Tampoco fue Nobel Jorge Luis Borges, un parteaguas en la literatura universal. «Por fuera» del importante galardón quedaron en su día nuestro Rómulo Gallegos, el italiano Cesare Pavese, el mexicano Carlos Fuentes, el israelí Amos Oz y el griego Nikos Kazantzakis, quien, al menos, «se contó»: ¡lo perdió por un voto, nada menos que contra el gran Albert Camus! Y así por el estilo pasó con otros grandes escritores cuya obra realmente amé.

No entro aquí a negar los méritos de quien los tenga. Pero tampoco puedo dejar de evocar a tantos genios de la medicina y de la literatura que murieron sin haber entrado nunca ni tan siquiera en la short list de la academia sueca. Más allá del «famoseo» anual que rodea al otorgamiento de tan alta distinción, vaya hasta quienes nunca la ganaron mi modesto agradecimiento por todo el bien que sus disimiles obras han prodigado a quienes en los bajos del mundo habitamos.

Para todos ellos habría que crear un Premio Nobel a la Muerte.

Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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