Un puente lejano, por Marco Negrón
Más allá de las tonterías de Chávez y sus epígonos, lo de la agricultura urbana es un tema serio que además promete abrir perspectivas novedosas a las sociedades y a la economía. El problema con los “pensadores” del socialismo bolivariano es que, como era inevitable, se quedaron anclados en el siglo de Bolívar y muchos ni siquiera lograron superar una visión idílica de la organización social y las tecnologías precolombinas incluido el conuco. Por eso su insistencia en el cultivo de ocumo o berro en los balcones domésticos y la cría de cabras en los retiros de los edificios, actividades que más bien se asemejan a un hobby y que nunca podrán satisfacer aunque sea una mínima fracción de la demanda de una población urbana cada vez más numerosa.
Recientemente dos autores, Kevin Maney y Hemant Taneja, han puesto en evidencia la tendencia de la economía del siglo XXI a reducir la escala de las unidades productivas unscaling la han llamado- contra la dominante en el siglo pasado cuando prevaleció la gran escala. Un cambio que ha sido posible gracias al desarrollo de las nuevas tecnologías, los dispositivos móviles, la inteligencia artificial, la impresión 3D y otros ingenios; citan como ejemplos Netflix frente a las grandes redes de televisión por cable o Airbnb respecto a las grandes compañías hoteleras.
Así, en numerosas ciudades aparecen cada vez más granjas bajo techo, a veces en edificios industriales en desuso, que utilizan data e inteligencia artificial para operar con más eficiencia que sus pares tradicionales: como afirma Maney, una nueva generación de granjas distribuidas, cercanas al consumidor y que prometen alimentar más personas con menos daño ambiental. La iluminación natural es sustituida con éxito por bombillos LED, se utilizan bandejas hidropónicas apiladas que intensifican el rendimiento por metro cuadrado y gran parte del trabajo es realizado por robots.
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Directivos de esas granjas aseguran que su productividad es centenares de veces superior a las tradicionales y, estando bajo techo, permiten cosechar los 365 días del año y demandan menos agua y pesticidas. Además, al localizarse distribuidas en las ciudades o sus inmediaciones reducen los tiempos y costos de transporte y en consecuencia las emisiones de gases de efecto invernadero.
Algunas de esas empresas se dedican a identificar y organizar en redes el potencial de desarrollo local de las granjas y la demanda de los vecinos de modo de poder entregar a domicilio canastas de los productos deseados.
Se trata de una experiencia novísima y que no tiene todos los vientos a favor: la inversión inicial es comparativamente alta, pues edificios o galpones urbanos serán siempre más caros que suelos rústicos; mientras la luz natural es gratuita la energía que alimenta los bombillos LED cuesta; productos como maíz, plátanos o caña de azúcar no se pueden cosechar en ese tipo de instalaciones. Pero hay un fuerte viento a favor: al decir del economista Jeremy Rifkin ya la economía está dejando de ser controlada por un pequeño grupo de compañías globales, centralizadas e integradas verticalmente y empieza a atravesar el puente que conduce al nuevo sistema económico, un híbrido de la estructura capitalista existente y la economía compartida. La corriente justamente en la que se inscriben las granjas urbanas distribuidas.
Para la teología bolivariana no es que ese puente está demasiado lejos sino que ni siquiera figura en sus mapas mentales. La Venezuela democrática, en cambio, deberá tenerlo muy presente y empezar a diseñar la ruta que conduce hacia él porque puede ser una de las vías más expeditas para superar la ruina a la que ha reducido a la nación el fementido Socialismo del siglo XXI, pero también para responder al hambre creciente que atenaza a la población