Un punto de inflexión para la democracia colombiana, por Jerónimo Ríos
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El estallido social que acontece en Colombia desde hace más de un mes se inscribe en un momento de cambio de ciclo político que comienza con la firma del Acuerdo de Paz con las FARC-EP en noviembre de 2016. Y no porque este tipo de protestas y su significado político tengan algo que ver directamente con lo comprometido a la guerrilla. Más bien, porque su desmovilización abre una venta de oportunidad, por un lado, para la protesta social y, por otro, para la izquierda en general.
Acogiendo las tesis del reconocido sociólogo francés Daniel Pécaut, en Colombia, durante décadas, en gran medida la interlocución social con el Gobierno fue patrimonializada por la guerrilla. Esto cercenaba las posibilidades de la movilización social por fuera de la agenda del conflicto armado.
Es decir, sin guerrilla de por medio, buena parte de las reivindicaciones, irresolutas y desatendidas durante décadas, encuentran un escenario diferente de problematización, visibilidad y politización.
De otra parte, igualmente durante décadas, el andamiaje político-partidista mayormente gravitó en torno al eje seguridad/paz. Como es de esperar, y más allá de las dificultades que lastran la implementación del Acuerdo de Paz, lo anterior libera un espacio de disputa política muy diferente. Es decir, aspectos tales como educación, salud, vivienda o condiciones laborales, durante mucho tiempo relegados a un segundo plano, pasan a ocupar una centralidad política.
Esto desemboca en que el eje de la contienda política se desarrolle sobre un eje izquierda-derecha que se traduce, por ejemplo, en que Gustavo Petro obtuviese el mejor resultado de la izquierda colombiana en las elecciones presidenciales de 2018. Lo anterior, toda vez que en la actualidad es, nuevamente, el candidato con mayor respaldo político-electoral.
En este contexto de cambio de ciclo, igualmente, debe transformarse profundamente el rol de la fuerza pública y la noción misma de conflicto social. Al establecimiento político más recalcitrante, en el que se inscribe el uribismo, la protesta ciudadana siempre ha sido sinónimo de violencia.
Este simplismo, nada casual, en realidad supone rechazar de plano uno de los derechos que mayormente sustenta la democracia. Es decir, con los violentos no se negocia. A los violentos se les reprime. Y, de paso, se consolida la idea de una democracia cuya base de derechos, libertades y garantías se entiende en términos de concesión, pero no de conquista.
Más de un mes de protestas dejan, además, imágenes para el olvido. Escuadrones de la policía que, en ocasiones, actúan más como sicarios que como garantes del orden público, disparando arbitrariamente contra la ciudadanía. Asimismo, «gente de bien» que, armada, ha salido a repeler de manera violenta las protestas, haciendo valer una suerte de lógica parapolicial que estuvo vigente en Colombia durante casi tres décadas.
Además, no puede obviarse el oscurantismo de las cifras. En los primeros días ya se hablaba de más de 30 muertos y mil heridos. Semanas después, el seguimiento y la transparencia de las cifras brilla por su ausencia. Incluso, algunas organizaciones que hacen seguimiento al estallido social ya hablan de hasta 60 muertes, si bien la Fiscalía General de la Nación habla de 130 desapariciones.
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Con abusos y desinformaciones por doquier, en cualquier país democrático, además de la dimisión del ministro de Defensa y de buena parte de la cúpula militar y policial, se estaría pensando, de manera inmediata, en una transformación profunda de la fuerza pública.
Sea como fuere, este estallido social corre el riesgo de desvanecerse con más pena que gloria. Primero, por la creciente cobertura mediática que asocia la protesta al vandalismo —algo típico en la desacreditación de toda movilización ciudadana—, pero también por la necesidad de mostrar algún tipo de avance tras un mes de paro ciudadano. De hecho, ya este fin de semana han sido multitudinarias algunas movilizaciones a favor del desbloqueo producido por la protesta.
El estallido social necesita dotarse de elementos formales que canalicen el sentimiento de hartazgo con el Gobierno en forma de actores claramente identificados. Necesita una hoja de ruta y una agenda correctamente definida y desde una interlocución legítima y representativa que consiga establecer mecanismos de intercambios cooperativos que sean mutuamente favorables para las partes.
En concreto debe definirse con claridad del lado de la ciudadanía quién negocia qué, en nombre de quién y para qué.
Tal vez, lo anterior debe realizarse, además, desprovisto de cortoplacismos. Este Gobierno está dando sus últimos estertores y en 2022 llegará un nuevo Ejecutivo, muy alejado del uribismo que, imperativamente, necesitará integrar buena parte de estos reclamos en su agenda política. Por ello, conviene evitar precipitaciones y entender que es momento de reformas estructurales de largo alcance y no de concesiones puntuales que se inscriban en el plano de la coyuntura.
En conclusión, nos encontramos ante un punto de inflexión para la democracia colombiana. Un punto que exige de compromisos institucionales y de una cultura política madura que puede redefinir un contrato social que, en Colombia, durante décadas, ha sido concebido como un instrumento de mínimos al servicio de unas élites políticas. Una élite que, con algunas honrosas excepciones, se han caracterizado mayormente por gobernar al margen de las necesidades de su sociedad.
Jerónimo Ríos Sierra es cientista político y profesor de la Universidad Complutense de Madrid. Investigador de postdoctorado e investigador principal del proyecto «Discurso y expectativa sobre la paz territorial en Colombia». Doctor en Ciencia Política por la Univ. Complutense de Madrid.
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