Un rayón en la camioneta, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Me recliné justo detrás para mostrarle la hendidura del golpe que recibió la camioneta cuando, de pronto, me sacudió el estallido hueco, tenso, sin eco, pese a que nos hallábamos en el sótano del edificio. Le siguió un silencio angustioso, poblado de incertidumbre, que me desconectó de la realidad. De hecho especulé que alguien había dejado caer una caja pesada a los pies del comisario pero no existía ninguna caja, y ya García tampoco podía acudir porque me bastó con ver cómo se desplomaba a ralenti, su cuerpo enjuto, lampiño, cubierto apenas con shores y una franela de Pepsi.
Por instantes, tuve la impresión de que se encorvaba a manera de despedida, o al menos eso creí ver en el gesto contraído del rostro, como si intentara decir lo siento, vecino, pero creo que no podré ayudarle. Simultáneo con la caída sobrevino el choque aparatoso del cuerpo exánime contra el pavimento. No tuve más opción que permanecer inmóvil, paralizado, contuve la respiración, ya que quien le había disparado se asomó con curiosidad, guiado por la sombra que se proyectaba nerviosa detrás de la hilera de los carros y ahora pretendía eliminar al testigo descargando sin piedad las balas que le quedaban.
Entonces asumí –al menos para mí y solo en esos segundos– que si Dios existe fue él o alguien que le hacía la suplencia quien oyó los ruegos y prolongó mis horas al confundir al matador al ver la huida de un gato que corría desde abajo del auto. Eso lo tranquilizó. Unos metros más adelante, una voz que provenía de un carro con el motor encendido, a punto de arrancar, le ordenó que subiera. Así que, ya dentro del auto el matador y dos acompañantes, desaparecieron a gran velocidad.
Luego apareció el vigilante quien, prudentemente, se había resguardado tras una columna y observó el desarrollo del crimen. Yo salí del escondite, todavía nervioso y además triste. Media hora después llegó la policía, y entonces sí es verdad que empezaría lo bueno.
Horacio García había trabajado en balística de la extinta PTJ, y año y medio después al cambiar ese cuerpo su nombre a Cicpc, el comisario fue jubilado tras 27 años de servicios. Todo un sabueso en el sentido que se le asigna como adjetivo a los policías dotados de malicia y olfato lo que les conceden la ventaja de prever situaciones de peligro.
Fue por esa razón que en la junta de condominio lo designamos jefe de seguridad, cargo no remunerado ya que se trataba de su aporte como copropietario, en busca de sus consejos para la emergencia que padecíamos luego de que Hugo Chávez construyera diez edificios en Montalbán, frente a las residencias Juan Pablo II, lo que multiplicó la inseguridad, con asaltos a plena luz del día, abusos a mujeres y robos en estacionamientos.
En más de una ocasión García se ponía latoso ya que no opinaba respecto al tema específico que tratábamos sino que se explayaba con anécdotas a veces interesantes pero inoportunas en una reunión de seis personas un martes en la noche soportando el olor a lejía que impregnan los salones de fiestas.
Un sábado en la mañana coincidimos en el estacionamiento y me invitó a entrar a su camioneta para que oyera el equipo de sonido que compró en Miami. Disfrutábamos de la gama de exquisiteces tecnológicas del aparato cuando, a veinte metros, tres agentes policiales nos apuntaron y ordenaron no movernos y al mismo tiempo que saliéramos del auto con las manos en alto. Tardamos en hacerlo ya que el volumen del ecualizador nos impidió advertir la presencia de los agentes que empuñaban sus pistolas con inocultable nerviosismo. «No hagas ningún movimiento raro», me aconsejó un sosegado García, y añadió «se ven que son novatos… y esos son los más peligrosos». Descendimos serenos, con las manos levantadas, evitando hacer un gesto que los asustara y les obligara a disparar.
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-¿Qué hacen ustedes ahí?, preguntó a una distancia prudente el hombre que fungía de jefe.
-Tranquilos, amigos… yo soy comisario de Cicpc, le dijo un risueño García, y les explicó que estábamos probando un equipo de sonido en la camioneta.
-Por eso fue que no los oímos, agregué yo, más asustado ahora tras saber de lo qué es capaz un agente recién egresado de la academia policial.
-Si usted es comisario, muéstreme la credencial, vociferó, siempre lejano y desconfiado pero nervioso, el supuesto jefe del grupo.
-Desde luego, dijo García. Sacó lentamente del bolsillo trasero una especie de carnet y se lo arrojó al agente, quien les ordenó a los otros no perdernos de vista, y que apuntaran bien, mientras él se agachaba y recogía la credencial para verificar la identidad de García. En eso estuvo casi dos minutos, hasta que…
-¡Todo en orden!, gritó el jefe y guardó su Glock. Los otros hicieron lo mismo y se acercaron. García les preguntó qué hacían en el estacionamiento, y el supuesto jefe le confió que investigan un caso de autos robados que guardan en estos sótanos, «a veces con complicidad de los vigilantes».
-Oye, gracias por tan valiosa información, le respondí pero me permití dudar de que alguno de los vigilantes se prestara para ese tipo de delito.
En cambio, García le dio por sacar pecho a su linkedin policial y les preguntó si podía darles un consejo. El jefe dijo «desde luego que sí, mi comisario… siempre que sea para mejorar».
-Bueno, fíjense en el error que acaban de cometer en el procedimiento. Llegaron los tres juntos, de frente, sin dejar a uno en la retaguardia. Luego, debieron esperar a que saliéramos del carro y después nos daban la voz de alto; eso les facilitaba inmovilizarnos. Usted, por ejemplo, no puede ordenar a dos personas que están dentro de un auto que salgan con las manos el alto porque están dándoles tiempo para que se armen y provoquen un enfrentamiento…. García sermoneó tanto a los bisoños agentes que estos bajaron la cabeza, admitieron las pifias tácticas y como si se prepararan para un examen de habilidades quedaron agradecidos.
Digamos que el incidente acabó bien: tres agentes satisfechos por haber aprendido una lección y alegres por haber conocido a García. Intercambiaron nombres y teléfonos: Cuando se marcharon, García me miró con gesto de vencedor, a la espera de una medalla que yo le colgué en su pecho con una frase entusiasta «¡Coño, García… eres todo un crack!», y el hombre sonrió.
Pero los jóvenes policías no se habían equivocado: en Parque Seis «dormían» los carros robados, con ayuda involuntaria de un vigilante que ignoraba que un tal Gordo, joven empresario que se había mudado recientemente, actuaba como jefe de una banda de secuestradores y ladrones de automóviles, carros que vendían en Colombia o desguazaban para ofrecer sus partes a ventas de repuestos usados. Pero antes los “dormían” en nuestro estacionamiento y después de una semana salían a negociarlos.
El tema es que no fue precisamente el comisario García quien descubrió esta modalidad del delito en la cual el edificio servía de centro de acopio. Una aburrida tarde de viernes santo yo bajé hasta uno de los dos maleteros del sótano. A uno lo habíamos convertido en librería personal, y como era un día tranquilo me dispuse a revisar libros que no había leído. En eso andaba cuando veo a un vigilante que abre uno de los trasteros vacíos, que pertenecieron a gente que se fue del país. Sorprendido infraganti, el Maracucho, como le decíamos a Leonel Hernández, no le quedó más salida que confesármelo todo: había estado guardándole una caja de relojes, teléfonos y joyas que la banda del Gordo conservaba como botín.
-Como no puede tenerlos en su casa, porque si le allanan el apartamento lo guisan, el pana me pidió que se los guardara y me paga 50 dólares por semana. Para sensibilizarme un poco, apeló al lugar común, válido para esos tiempos: «Hermano… con lo que gano aquí no me da ni para comer». Me lo dijo convencido de que yo lo comprendería con la resignación de quien es consciente de que el país se empobrece cada vez más. Sin embargo, ello no me impidió informárselo al comisario García, quien me pidió discreción total y creó su propio plan: sorprendería a los choros con el cuerpo del delito y los llevaría esposados hasta la sede central en Parque Carabobo.
Es decir, perdimos al jefe de seguridad del edificio y a cambio nos entreteníamos en las reuniones de los martes con detalles de la estrategia del comisario para atrapar a los robacarros de Montalbán. En eso estaba, y como yo era el único que no le daba la espalda cuando merodeaba por el estacionamiento, ya que los otros miembros de la junta lo ignoraban, ese sábado fatal aproveché, mientras escuchaba la descripción de su estrategia, para que se acercara a ver la hendidura en la parte de atrás de la camioneta que me hicieron unos choros la noche del viernes con dos carros que me perseguían.
Así fue. En plena autopista los sujetos sacaron sus pistolas y me hacían señas para que frenara: simplemente querían robarme la camioneta. Como pude aceleré y me les perdí. Llegué aterrado al estacionamiento y alerté a Mijares, el otro vigilante, para que no abriera la reja. Al día siguiente reporté el suceso al comisario García y quedamos en revisar el rayón en la camioneta. Así, cuando yo me había adelantado y me agaché, alguien se le acercó, lo saludó y le baleó, mientras yo esperaba detrás a que García viniera. Nunca llegó. Un solo balazo acabó con su último acto de heroísmo. Así que tras el disparo, luego de que el vigilante Darío saliera para socorrer al moribundo y yo abandonara mi escondite, aparecieron los detectives de homicidio, tomaron los datos y quedaron en citarnos para que rendiéramos declaraciones en la sede central.
-Si es por mí, yo no voy a contar un coño, mi pana, reviró un decidido Darío, y agregó: «uno no sabe quién está detrás de este caso de los carros robados». Los funcionarios tomaron fotos, levantaron el cadáver, se llevaron también los conos amarillos y se marcharon.
Yo me quedé con la inquietud. ¿Por qué Darío no quería declarar? Así que se lo pregunté. Darío me miró como un padre mira al hijo que pregunta por qué vuelan los aviones. No respondió de inmediato, y guardó silencio un rato, sentado en su silla de metal y cabizbajo, como pugnando por no confesar lo que parecía ser su sospecha, hasta que habló.
-¿Te acuerdas de los policías que entraron al estacionamiento y el comisario les aconsejó cómo hacer mejor su trabajo?
-Claro, respondí y estaba a punto de exaltar lo astuto que resultaba García cuando Darío me observó con aire de impaciente espera y me interrumpió.
-Coño, hermano… para mí que esos tipos no eran ningunos novatos y hasta dudo que fueran policías. Lo dijo y se calló. Mientras yo, intranquilo, lo observaba y trataba de adivinar qué coño quería decirme. Tras el silencio Darío pareció que despertaba de un sueño, y poniéndome la mano en el hombro me susurró: «coño, mi pana, se supone que usted es periodista… ese hombre que se bajó del carro, saludó a García y le disparó era el mismo que el comisario le dio lecciones de cómo entrompar a un sospechoso».
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España