Un sacudón mental, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
«La historia no es mecánica
porque los hombres son libres para transformarla».
Ernesto Sábato
Un par de amigas encantadoras siempre están atentas al premio Nobel y, cuando ocurre como en el 2022 que la ganadora fue una mujer, Annie Ernoux, es tal el alborozo y la militancia en la lectura de su obra que nosotros los aledaños en sus afectos, estamos condenados a detenernos en esa literatura por lo que me vi en la situación de disfrutar dos de sus libros: Los Años y Pura Pasión.
Al terminar de leer Pura Pasión me informé que esa fábrica en cadena de la cinematografía llamada Netflix había presentado al público su versión y, no tardé en verla para lamentar la desaparición de los tiempos de Roger Vadim, quien hubiese salvado el libro con su estética del desnudo femenino al encontrar más trascendencia en aquel tsunami pasional.
Pero lo que me interesa relatar es la lectura del libro Los Años, donde la autora, con una capacidad magistral, teje la vida intelectual y emocional de la protagonista con los sucesos económicos, políticos, publicitarios, los cantantes y sus canciones, los programas de la TV y la radio; todo ello con una gran armonía como una colcha de retazos, esas que nosotros llamamos arpillera. Lo cierto es que en ese recorrido se detiene en el suceso social y político al cual se le acuño el nombre de Mayo Francés y lo hace con palabras que no dejan ninguna duda de la importancia de aquel hecho. Ella dice: «Veíamos y oíamos lo que nunca habíamos visto ni oído desde que habíamos nacido, ni creído posible», y se pasea por aquellos lugares en los cuales presenció un cambio de las reglas de comportamiento y donde de repente ya no había espacios sagrados, por lo que las universidades, fábricas, y teatros, se abrían a cualquier ciudadano y dentro se hacía de todo.
Los profesores y los alumnos, los jóvenes y los viejos, los directivos y los obreros se hablaban, las jerarquías y las distancias se disolvían milagrosamente en la palabra. Los grafitis abundaban en las paredes de París pero particularmente en las paredes de La Sorbona, las cuales se llenaron de frases luminosas como: «Seamos realistas pidamos lo imposible». O la genial frase: «La imaginación al poder».
El Mayo Francés fue tan trascendente que copó la atención de la mayoría de las editoriales más prestigiosas para aquel momento, y se publicaron los análisis de los protagonistas y de sesudos analistas quienes en su mayoría presentaban el suceso como una respuesta, una forma de crítica a la sociedad industrial contemporánea. Aquello fue un rechazo al carácter represivo de sus instituciones, a la enajenación del trabajo, del tiempo libre y el consumo, a la capacidad no utilizada, a la explotación y la amplitud de la economía de guerra, como uno de los fundamentos de la prosperidad, en fin una protesta al carácter irracional de la llamada «razón tecnológica» o a sus consecuencias por la negación de las tensiones y conflictos humanos y sociales.
En todo caso, al terminar el libro no pude evitar recordar muchos de los sucesos de «la renovación universitaria» ocurrida en nuestra Universidad Central de Venezuela y que fue hija de aquellos acontecimientos que voltearon sustancialmente las relaciones académicas. Recuerdo en los debates, asambleas y conversaciones personales, al menos en nuestra Escuela de Psicología, agigantarse los talentos de profesores como Omar Menéndez o Manuel Matute y aparecieron amistades con verdaderos docentes entre los cuales recuerdo a Roberto Ruiz y Henry Casalta. Pero el cuento no es sobre la renovación universitaria a la cual le dedicaré su respectiva crónica
El cuento es que en un viaje a Chile de tiempo prolongado, por medio de Victoria De Stefano conocí a Elizabeth Burgos quien para ese entonces era la esposa de Jules Regis Debray. Una venezolana interesada en nuestra política y en los estudios de Psicología. Con ella y Victoria realizábamos largas conversaciones mientras hacíamos caminatas por algunas zonas de la ciudad de Santiago, intercambiando ideas y experiencias sobre política y más de las veces, terminábamos almorzando o cenando en la casa de los Debray cuando los periodistas o los políticos chilenos dejaban descansar aquella estrella del momento. De manera que en medio del condumiun y pese a lo silencioso de Regis en varias oportunidades volvimos sobre el Mayo Francés, acerca del cual ambos tenían información detallada y mantenían comunicación permanente con los protagonistas y como en toda conversación aparecían, una que otra vez, los charrasquillos y uno de ellos se refería a que en aquella batucada política, fue invitado el brillante filosofo J.P. Sartre a dictar una conferencia en La Sorbona. Este llegó puntualmente a la cita, pero se encontró con un solo asistente. Frente a eso, esperó un tiempo prudencial y al ver que no se alteraba el número de oyentes, con mucha determinación planteó que comenzaría su disertación y así lo hizo.
Al finalizar su exposición, Sartre le agradeció con efusividad al único presente por su atención y cuando iba a marcharse, el sujeto, con cierta delicadeza le tomo por la manga para rogarle que siendo él el próximo conferencista, le hiciera el honor de acompañarlo. Sartre se quedó, no tenía otra alternativa, y lo oyó con atención. Elizabeth sostuvo que este tipo de sainete ocurría con frecuencia en aquel sacudón mental que se extendió por buena parte del planeta.
Esto era lo que quería a contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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