Un tal Sergio, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Yo solo miraba hacia la caja uno porque noté que la cola fluía con rapidez, diferente a la ocho donde la señora que me antecedía llevaba el carrito repleto de víveres y advertí una demora prolongada. Al supermercado donde voy, a eso de las dos y media de la tarde –hora en que las familias del barrio cierran las ventanas y se echan a la siesta– suelen habilitar solamente dos cajeras, que al mediodía ya han perdido el glamur con el que ingresaron en la mañana. Mucho peor, las ubican en sitios distantes, no sé si por técnicas de mercadeo, o porque minutos antes se pelearon o simplemente porque al gerente le dan las mismísimas ganas de joder.
Yo articulaba mentalmente la estrategia de pasarme a la caja uno cuando sentí que me observaba alguien de bluyín y franela azul. Me pilló ojeando las piernas de una chica en shores que se había fugado en verano con el sol. Capturado infraganti intenté, algo incómodo, fingir que miraba el piso, pero al tipo poco le importó mi disimulo y me compensó con un gesto que terminó por confundirme. Fue así que tras procesar su fenotipo le reconocí y por inercia le devolví un ademán. Al los dos segundos recordé que se trataba del vecino de mi edificio en Montalbán a quien, en lugar de saludarle debía menospreciarlo. Tenía enfrente al vecino más agresivo y grosero que se lucía con el carnet del Seniat y un pistolón, y a quien hasta los vigilantes del edificio le quitaron el saludo.
«¿Y qué tal, mi pana?», soltó la frase, justo cuando coincidimos en la salida, y además seguro de que ya yo sabía quién era por lo que no hizo falta añadir «¿te acuerdas de mí?». Claro que sé quién eres, hijo de puta (eso lo dije para mis adentros) al estrechar su mano y canjear sonrisas formales que en su caso se esforzó por ser amistosa. El tipo del que hablo fue, si vamos a ocuparnos de él, uno de los primeros motorizados chavistas que operaron en La Vega en el año 2000, al día siguiente de que el Destructor inventara los círculos bolivarianos.
Lo afirmo porque TalCual publicó un reportaje sobre los colectivos que ya asomaban en la piel su condición de violentos oficialistas. En el trabajo ese tal Sergio, alto, delgado y camisa tropical (las franelas rojas llegaron después), se identificó como jefe del grupo que recorría el sector Los Mangos «con la misión revolucionaria» de acabar con la inseguridad. Veinte años después, con voz cansada y algo penosa me dice que está en Barcelona huyendo de los sicarios de La Piedrita que por instrucciones de Diosdado lo quieren sacar del juego.
«Tu entiendes, vecino, yo tengo mujer y dos hijos, y fíjate que después de mi aporte a la revolución vienen esos bichos a borrarme así, como si yo fuera de la oposición». En mitad de un silencio en el que me pregunté si borrar significaba borrarlo de la nómina del Seniat o borrarlo de este mundo, y considerar si era prudente despedirme o quedarme para indagar cómo sobrevivía, Sergio agregó, como si confiara un secreto: me quieren joder por una pelea que tuve con el difunto hermano de Diosdado porque yo descubrí la mafia que se mueve dentro del Seniat.
Una nerviosa sonrisa que afloró en su rostro traicionó lo que podía haber de verdad en esa revelación. Sergio era consciente que no podía engañarme. Yo fui testigo de su mal comportamiento como vecino. Un día los directivos de la junta de condominio le advirtieron del riesgo que corría de atropellar a un niño cuando entraba velozmente al estacionamiento con su four runner negra. Como respuesta dijo «yo hago con mi mierda lo que me da la gana», mientras el carnet del Seniat atado a la cinta roja, bailoteaba al ritmo de sus gestos de malandro de barrio a los que nunca renunció.
Otra vez encaró, artillado de improperios, al presidente de la junta porque le robaron un retrovisor a la camioneta y los vigilantes no lo asentaron en el libro de novedades. A partir de ese suceso instalamos cámaras en el estacionamiento para disfrute de los vigilantes que activaban el video en la madrugada y se recreaban con escenas de los vecinos al aparcar sus carros, en especial del mayor Pérez Soto borracho, el uniforme desarreglado, meándose entre los autos y gritando ¡viva Chávez, nojoda! O para espiar a las chamas que sus novios traían en moto y luego de unos escarceos y besos las dejaban en la puerta del ascensor. Pero Sergio también recogió la cosecha de lo que su revolución sembró.
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El vigilante Darío me contó que un sábado en la noche entró, como siempre, veloz al estacionamiento, y antes de que el portón eléctrico cerrara un taxi y una moto se colaron. Los ocupantes bajaron, le apuntaron a la cabeza y lo sacaron violentamente de la camioneta, a él, a su esposa y sus dos hijos. Con los años me parece gracioso, pero Darío me relató que uno de los asaltantes le propinó un cachazo al tiempo que le gritaba «¿tú no viste en la autopista que estábamos cambiando las luces para que te pararas?». Los tipos le robaron la pistola, el celular, la cartera y la camioneta y desaparecieron.
Por eso necesité unos segundos para comprobar si Sergio buscaba redimirse aplicando la doctrina Rafael Ramírez o era un desencantado más. Tuve la impresión de que era otro personaje, desesperado y ardiendo de miedo, como quien se sabe irremisiblemente perdido. Él hablaba y yo lo que hacía era recordar al tipo que llenaba el ascensor con bolsas de víveres decomisados a las bodeguitas de La Vega, mientras yo corría al abasto de Daniel o al Central Madeirense de La Villa cuando avisaban que había llegado el café. O sea, Sergio huyó por lo que sea y ahora trata de blanquear su currículo.
En quince años no conocí gente como él que, mientras el país se venía abajo, se mudaba con su familia de La Vega a Montalbán y de ahí El Placer, para finalmente recalar aquí y lamentarse por lo mal que están las cosas, como si los años de revolución no hubieran sido generosos con él y cuestionando además a Maduro sin un ligero salto de pudor. Cierto que advertí algo de arrepentimiento en sus palabras, pero no me convenció. Pensé como él: este bicho anda en una jugada. Así, antes de que siga cayéndome a muela, le di unas palmaditas y le dije «Okey, Sergio, nos estamos viendo por ahí». Sergio asintió, convencido de que yo guardaba todavía mis rencores, pero igual levantó la mano con un puño en alto como quien sabe que no sobrevivirá a ninguna esperanza.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España