Un vaso de agua no se le niega a nadie, por Omar Pineda

Twitter: @omapin
«Déjenme que les aclare dos cosas: el joven no está reaccionando como deseamos; y la otra, es que la máquina de radiografías se jodió. Desde hace tres semanas esperamos que traigan la pieza y al técnico que la ponga. Es decir, no sabemos cómo está ese muchacho por dentro».
Carlos me observó, confuso, como si no entendiera, buscando incluso que yo le tradujera o, al menos, suavizara las nada alentadoras palabras del médico, un tipo blanco, alto, escaso de cabellos, que destacaba por su delgadez y lentes redondos detrás de los cuales corregía el estrabismo. En la bata blanca relucía en letras bordadas de azul «Dr. Cabrera».
Tras comunicarnos el pronóstico nos oteó, como si aguardara una reacción emotiva, pero no sabíamos qué decir, así que bajamos la cabeza y callamos. De forma sigilosa, el doctor Cabrera nos dio la espalda y se alejó por el pasillo. Si volteaba hacia la cama donde permanecía Andrés lo que veía era un rostro pálido, suave, los ojos brillaban quizás por la intensidad de la lámpara blanquecina, y él mismo, sin desearlo, exhibía un talante sereno como si lo presintiera. Como alguien que ha puesto en orden sus cosas y se apresta sin resistencia a despedirse.
Si quieren que les hable con franqueza: yo no tenía por qué estar ahí ese domingo a las 4:42 de la madrugada, en un pasillo sobresaturado de hedor y ruidos, con el sollozo continuo de pacientes que aguardan ser atendidos en esa sala de Emergencia.
Miré a un lado. Un sujeto con una bala en la cabeza permanecía sin moverse aunque respiraba. Muy cerca, una señora con dolor de vientre que —según la enfermera, tenía la vesícula a punto de estallar— no hacía más que rezar; o la del hombre de bigotes delgados como una raya y la cara destrozada en un choque, o los gritos de la parturienta, a quien las enfermeras que pasaban a toda velocidad le tomaban el pulso y le ordenaban que dilatara, que no fuera tan cobarde, como si eso fuera fácil; luego, dirigían una mirada severa al joven asustadizo que le acompañaba y le animaban a controlarle las pulsaciones: «No te quedes ahí parado viendo como si esto no fuera contigo».
Definitivamente, yo estaba en el lugar equivocado, porque al terminar esa noche de ataque planeado a unas chicas, escuchar salsa y acabar con la caja de cervezas. me sentía mal; a pesar de que demoraba mi trago, pensando que en la mañana de ese domingo tendría pruebas de atletismo. Por eso les convencí para marcharnos del rancho pequeño, con olor a frituras, que hacía esquina en la segunda vuelta del Atlántico. Aunque la pasamos de lo mejor nos largamos, bajando por el medio de la calle, lamentándonos porque no fuimos más lejos de los pequeños roces y las miradas furtivas, lo que no invalidó la posibilidad de un nuevo intento para el próximo sábado. Nos despedimos de ellas, menos de Andrés, quien se nos acercó y, en voz baja, nos confesó que tenía controlada a la morenita de la falda azul y que si no ocurría nada se iría con su vespa a casa. Por eso, cuando Carlos me silbó a las 3:23 de la madrugada, y yo, entre alterado y soñoliento, me asomé a la platabanda, nunca pensé que me diría, con el terror dibujado en el rostro: «Baja… tenemos que llevar Andrés al hospital».
Me la ingenié cuando, al descender por las chirriantes escaleras de metal de casa, papá preguntó que para dónde iba a esa hora. Inventé una excusa no creíble, expresada con voz inentendible y así ganar tiempo. Salí y el aire frío me sacó el último bostezo. Carlos me resumió lo que le sucedió a Andrés, instándome a que camináramos más rápido porque el chamo estaba muy mal y que había que llevarlo al Pérez Carreño. Recuerdo que al llegar a su casa me quejé y en son de broma le dije “Qué bolas tienes, Andrés, mudarte al piso 14… y sin ascensor”, pero el pana no reaccionaba, no estaba para bromas. Mucho menos su mamá. Se trataba del hijo mayor, justo el sostén de la casa; y para nosotros, el amigo más joven del grupo. Apenas 20 años.
Lo protegíamos porque sabía escuchar. Un día le aconsejé no conformarse con ser mensajero y que sacara el bachillerato en el liceo nocturno Andrés Eloy Blanco, y el chamo lo hizo. Carlos y yo nos encargamos de darle “lecciones” sobre la lucha de clases antes de incorporarlo a la militancia política.
Fui yo quien le convenció para que dialogara en vez de zurrar a su hermano, sumido en el infierno de las drogas. Aún así, mientras el médico nos preparaba para las horas difíciles, yo combatía con sentimientos mezquinos. Lo bajamos de su casa envuelto en una sábana, como a un animal herido, por los catorce pisos, mirando de reojo cómo se le hinchaba la pierna derecha. Tocamos a la puerta del viejo Manuel para pedirle que nos llevara en su taxi y, podrá sonar muy egoísta de mi parte, pero mientras lo introducíamos en el carro, yo daba por perdida mi prueba de 400 metros lisos, en las cuales el profesor Pirela seleccionaría quienes irían a los Distritales Juveniles, previos a unos juegos juveniles nacionales que si yo alguna vez digo que competí, no me lo crean porque solo estuve en las gradas del Brígido Iriarte aupando a mi hermano que saltó 1,92 y ganó la medalla de oro.
El tiempo de sufrimiento fluye despacio en la memoria. Nos cansamos del ir y venir de médicos y enfermeras por el pasillo. Las enfermeras, sobre todo. Regañaban a la señora de la vesícula y le ordenaban no sin ironía que rezara más y que no se quejara tanto. Recriminaron a un hombre con alguna dolencia, mal vestido, fumando impasible en la camilla y, cuando interrumpíamos su recorrido en busca de respuestas nos decían con severidad: ya el doctor Cabrera les habló… pues, aténganse a lo que él les diga. Era difícil mantener cierta dignidad en mitad del naufragio de esa madrugada hospitalaria. Mientras Carlos, Enrique, el Indio y yo nos veíamos las caras, especulando cada uno en silencio –sin mencionar lo impronunciable– sobre la suerte de Andrés, un policía, algo tristón, con el cigarro apagado en los labios, se apareció amenazante y con una libretica para interrogarnos.
El funcionario miraba constantemente hacia la entrada donde fumaban dos compañeros suyos, en un acto inequívoco, supongo, para enviarnos un mensaje que surtía el acertado efecto de meternos miedo.
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Pero le dijimos lo que Andrés nos refirió. Que iba en su moto de lo más tranquilo cuando la camioneta que conducía el dueño del abasto Funchal lo embistió como un toro que coge al torero que se arriesga demasiado. El portugués estaba totalmente borracho. Tanto que la gente salió de sus casas impulsada por el estruendo del choque y alguien se metió en el auto para frenarlo, porque el hombre se desmayó con el impacto y el carro se desplazaba solo, rumbo a despeñarse calle abajo contra los vehículos estacionados en el bloque cuatro. ¿Qué cómo llegó a su casa? Buena pregunta la del policía. Carlos le explicó que Andrés le contó que tras el choque sintió el golpe en la pierna, pero se sentía en condiciones de subir los 14 pisos hasta su casa, y eso hizo. «A lo mejor esa subida de escaleras, sin ascensor, como ustedes dicen, empeoró el golpe de la pierna… no sabemos si tiene cercenada la femoral o fractura de fémur, tibia y peroné», convino el doctor Cabrera, y añadió que por ahora lo único que pudieron hacer fue inyectarle un calmante fuerte y que los bomberos estaban por llegar para trasladarlo al hospital de El Llanito donde le harían la radiografía.
El policía tristón asumió su faena con el mismo bostezo con que yo saludé a Carlos al salir de casa. Sin mucha emoción anotó los números de cédula, oficio y dirección de cada uno y se perdió. Las horas siguieron su camino y al cabo de un rato noté que el sol de la mañana reverberaba sobre el ventanal de la entrada del hospital. Andrés hablaba de forma ininteligible, en una rara mezcla de miedo, tristeza y hasta de delirio. Una enfermera pasó y dijo: «Eh, no hagan hablar al paciente, y sobre todo, no le den nada… ni siquiera agua, que ya viene la ambulancia». Andrés nos observó y fingió sonreír.
A duras penas expresó algo así como «yo de esta no salgo…». El Indio reaccionó inyectándole humor solidario y le increpó: «¡Qué dices, marico!, mira que de este mundo no te vas sin pagarme los mil bolos que me debes». Andrés no sonrió. Su rostro se contrajo, pestañeaba como si una mosca revoloteara ante sus ojos y pidió agua, porque tenía seca la boca.
Enrique recordó que la enfermera lo había prohibido, pero el Indio, desafiante, sacando lo infractor que solía ser en situaciones como esta, dijo que un vaso de agua no se le niega a nadie, y me miró en busca de apoyo.
Entonces, cuando yo aprobé su decisión con un gesto dubitativo, fue directo al filtro de agua, llenó el vasito cónico de cartón y le dio de beber. Andrés tomó un gran sorbo e intentó levantar los dedos en señal de victoria y agradecimiento, pero recayó.
Al fin llegó la ambulancia, los bomberos recorrieron el pasillo preguntando por el motorizado. No saben ustedes cómo nos alegramos. Uno de los efectivos desplegó una camilla de lona y el que fungía de jefe nos instó a llamar al doctor que lo había atendido. Cuando estaban a punto de moverlo a la camilla de lona, uno de los bomberos se le aproximó para sentir el aliento, porque Andrés daba la impresión de haber cruzado el páramo. «González, ven para que veas esto», dijo el bombero sin separar su oído del rostro pálido de Andrés. El compañero vino, se acercó y se paralizó, como si hubiera tenido mal presentimiento. Nos vio con aire de compasión y nos dio la noticia que ninguno de nosotros se atrevía a llevarle ahora a su mamá.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España