Vacaciones en la capital, por Marcial Fonseca
«La imagen de portada fue creada con IA»
Estaba muy emocionado. Después de los exámenes de sexto grado, ¡a disfrutar del asueto escolar! Él estimaba que la parte oral le tocaría alrededor de las diez de la noche y con suerte, estaría abandonando el Grupo Álamo alrededor de la una de la mañana.
Y estas vacaciones eran para modernizarse porque serían tres semanas, como mínimo, en una ciudad tan grande y cosmopolita como Barquisimeto, con su Edificio Nacional, el más alto que había visto, y su Parque Ayacucho. De las anteriores vacaciones recordaba lo embarazoso que fue preguntarle a su tío, cuando pasaban una sarta de baches, que cómo era mejor pasar los huecos, poquito a poco o volando. Claro que volando es mejor, fue la respuesta. Quedó sorprendido, aunque después se percató de que quizás estaba burlándose de él.
Ya su mamá le había preparado su maleta; en ella metió tres pantalones, de estos uno era su Ruxton que lo usaría si por casualidad iban a la retreta de la plaza Bolívar.
Esperaba con ansiedad el inicio de su viaje a la capital; aún tiene en su memoria la primera vez. Lo impactó que las calles no eran calles, sino avenidas o carreras. La vivienda estaba ubicada en la Vargas, muy cercana al hospital; y este se caracterizaba por el tamaño. Él se imaginaba que todo el mundo tenía que estar enfermo para que necesitaran un nosocomio tan grande.
Aunque lo que más lo impactó fue cuando visitaron un restaurante, y que para él era la primera vez en su vida que iba a uno. Quedaba en la Concordia; y admiró más a su tío, este lo impresionó al ordenar la comida; demostró una maestría en la selección para cada uno de los comensales; claro, preguntando a cada quien si quería carne, pollo, ensalada, etcétera. El muchacho nunca vio la pizarra en la pared con el menú del día.
Pero lo que más disfrutaba era lo meticuloso que era en el garaje. En una de las paredes estaban colgadas todas las herramientas con sus siluetas pintadas con pintura blanca. Y era de los que reparaban sus propios automotores, y él era a veces el ayudante, junto con su primo.
De ahí aprendió a hacer un cambio de aceite, conoció la diferencia entre un vehículo sincrónico y un automático. Una vez se ofreció a ayudar para anillar la camioneta de la esposa de su tío.
–Está bien, hijo. Ahora, ¿usted se sabe los nombres de todas las herramientas?
–Claro, tío; yo ayudo a mi papá a cambiar el aceite del carro.
–Bueno… pero… Está bien; mañana empezamos bien temprano.
Antes de las siete de la mañana ya estaban activos. Lo primero que tuvo que hacer fue buscar dos trípodes y el gato hidráulico en forma de tijera y que levantara la parte delantera del vehículo. Luego el tío le ordenó que trajera una espátula y al hijo que le consiguiera la llave inglesa de torque tricotado. Ambos muchachos se dirigieron hacia la pared donde colgaban las herramientas. El sobrino caminaba mirando disimuladamente hacia el tío, y cuando consideró que este no lo oiría, le susurró al primo:
–¿Qué es una espátula?
*Lea también: Acto escolar, por Marcial Fonseca
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo





