Venezuela: crisis interminable y diálogo de sordos, por Fabricio Pereira da Silva
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Nunca es tarde para que los intelectuales críticos latinoamericanos reconozcamos el autoritarismo del gobierno venezolano. Ya hay suficientes razones para que los académicos «progresistas» asumamos públicamente el «cierre» del régimen y tengamos en cuenta este hecho a la hora de analizar las posibles salidas al «empate catastrófico» establecido en Venezuela. Mantener el silencio o preservar un apoyo formal (a veces acrítico) al régimen de Nicolás Maduro no ayuda a resolver el impasse.
Las críticas del proceso venezolano
El tema es difícil de abordar. En los primeros años de la «revolución bolivariana» de Hugo Chávez ocurrieron muchas cosas bonitas y emocionantes en Venezuela. Una nueva Constitución amplió los derechos sociales y abrió el espacio para los mecanismos de democracia directa y participación popular. Las inversiones sociales y las campañas de movilización redujeron considerablemente la pobreza, erradicaron el analfabetismo y ampliaron el acceso a la atención sanitaria.
Se construyeron miles de espacios de democracia participativa como los consejos comunales, que en sus primeros años contaron con la participación de la mayoría de la población, incluidos los opositores. En el ámbito de las relaciones internacionales, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) trató de construir una alternativa a la dominación estadounidense en la región del Caribe.
Además, existe un gran temor a que, al criticar al chavismo, se caiga en argumentos que deben evitarse a toda costa. Yo mencionaría al menos dos malos argumentos que se complementan entre sí. El primero es la acusación de «populismo» que siempre se lanza contra cualquier líder que busque una relación directa con las masas eludiendo los mecanismos liberales de representación.
El populismo es un concepto vacío y combativo que generalmente se utiliza para deslegitimar al adversario. Apenas disimula el miedo de pueblo de los que acusan a alguien de populista, la demofobia de los que esperan que la política se canalice siempre a través de las instituciones de la democracia liberal. Aquí llego al segundo mal argumento contra el chavismo que es la visión limitada de la democracia, que para muchos se reduce a reglas y procedimientos para organizar la disputa política entre grupos de élite. La participación popular, el olor del pueblo, la movilización, la política en la calle es el terror de esta gente.
El fin de la democracia
Se entiende entonces por qué tenemos tanto miedo de criticar al chavismo. La mayoría de sus críticos son elitistas y autoritarios desde hace más de dos décadas, y esgrimen argumentos en su contra desde estas perspectivas. Así, durante mucho tiempo, hemos ignorado o criticado en voz baja problemas graves como la profundización de la dependencia del petróleo o la creciente militarización de los cuadros gubernamentales.
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En cualquier caso, se celebraban elecciones fiables verificadas por organismos internacionales, se preservaban los espacios de la oposición (casi todos los principales periódicos y canales de televisión venezolanos de la época), y el chavismo quedó efectivamente legitimado por el voto mayoritario.
En 2015 comenzó una deriva autoritaria. Tras la desaparición del líder chavista en 2013 y el recrudecimiento de la crisis económica derivada de la caída del precio del petróleo y los graves problemas en la gestión del Estado, la oposición obtuvo una mayoría cualificada en las elecciones parlamentarias (dos tercios de la Asamblea Nacional). Con ello, podrían reformar la Constitución y bloquear el gobierno, señalando el principio del fin del proceso bolivariano.
El gobierno optó entonces por reaccionar y aplicar sucesivos «golpes» a través de las instituciones para sobrevivir, maniobrando a través de los resquicios institucionales con los que contaba y los apoyos que aún tenía en el aparato estatal en el Ejecutivo, el Poder Judicial y las Fuerzas Armadas. Se adoptaron sucesivas interpretaciones distorsionadas de la Constitución para mantener al chavismo en el poder.
Entre otras cosas, se anuló la elección de los diputados de la oposición para impedir que esta mantuviera una mayoría cualificada en la legislatura; se utilizaron todos los subterfugios para retrasar y finalmente evitar la convocatoria de un referéndum revocatorio —para el que se habían recogido suficientes firmas— y se convocó una «Asamblea Constituyente» que no llegó a ninguna parte solo para eludir la legislatura de mayoría opositora.
Así, la democracia venezolana se degeneró. Aun siendo un defensor de la tesis de que la democracia puede asumir muchas formas, que es mucho más que las instituciones, no puedo aceptar que la democracia signifique «gobierno de una minoría». Y eso es lo que es hoy el chavismo, un régimen que se mantiene en el poder representando a la minoría del pueblo venezolano, a través de elecciones ilegitimas en las que la mayoría no está de acuerdo en participar.
Si en democracia se forma una nueva mayoría, la nueva minoría debe reconocer su derrota. Desde 2015, Maduro no ha dado señales de considerar esta posibilidad.
La cuestión es que la oposición no ha sido capaz de constituir una alternativa fiable tras varios intentos de golpe de Estado y episodios de no reconocimiento de las reglas del juego también por su parte. No ayuda que la oposición se asocie con el trumpismo y el bolsonarismo, defienda una invasión militar de su propio país y esté dirigida por un autoproclamado «presidente». Por otro lado, no se vislumbra ninguna salida de ninguna oposición de izquierdas o efectivamente popular.
El diálogo como clave para superar la crisis sin fin
En una danza macabra entre un chavismo que ya ha demostrado que hará cualquier cosa para mantenerse en el poder —y mantiene el apoyo militar— y varias oposiciones que se debaten entre el golpismo, el abstencionismo y eventualmente el diálogo, Venezuela vive un «empate catastrófico». En esta situación en la que fuerzas diametralmente opuestas se bloquean mutuamente, avanza una crisis humanitaria con hambre, huidas a través de las fronteras de Colombia y Brasil y cruces precarios en barco hacia Trinidad y Tobago.
El tema de Venezuela parece haberse convertirse en una crisis interminable. Es difícil encontrar una salida dada la extendida crisis económica y sanitaria, la profunda polarización, los sabotajes y el papel sedicioso de actores externos desestabilizadores como el trumpismo, la Organización de Estados Americanos y los gobiernos de Duque y Bolsonaro.
Si hay alguna solución posible será a largo plazo: diálogos, diálogos y más diálogos, mediados por actores internacionales mínimamente equilibrados. Es de esperar que, en algún momento de esta historia, se retome todo ese potencial bloqueado de participación popular, se exprese todo ese aprendizaje participativo acumulado y se reencuentre la llama dormida de la esperanza revolucionaria en algún lugar de este hermoso país.
Profesor de Ciencia Política de la Universidad Federal del Estado de Río de Janeiro (UNIRIO). Vicedirector de Wirapuru, Revista Latinoamericana de Estudios de las Ideas. Post-Doctorado en el Instituto de Estudios Avanzados de la Univ. de Santiago de Chile.
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