Venezuela: entre Mariana y Eponina, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“Lo hemos dicho ya, la gran ciudad parece un cañón. Cuando está cargado, basta una chispa que cae y el disparo sale. En junio del año 1832, la chispa fue la muerte del general Lamarque”.
Víctor Hugo. Los miserables, cuarta parte, libro décimo.
El pasado miércoles acompañamos virtualmente a los franceses, irreductibles amigos de la causa venezolana, en la conmemoración de su día nacional. Desde aquel histórico 14 de julio de 1789 y durante buena parte del siglo XIX, el mundo sería testigo del sacrificio de Francia por ver realizado el programa originario de su gran revolución; un programa que no es otro que el fundado en los principios universales de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Mucho tendría todavía que batallar la bella Francia desde aquel día, el del inicio de la etapa popular de la revolución, que tiene en la toma de la Bastilla a manos de los bravíos marselleses su referente por antonomasia. El historial de luchas de los franceses contra el Antiguo Régimen y sus rémoras no acabaría allí.
Una segunda revolución habría de estallar en 1830 y aún una tercera en 1848, que abrasarán a Francia en medio de terribles guerras, restauraciones, imperios, amagos de tiranías e inmensas conmociones sociales.
Destaca el académico francés Tomas Piketty en su muy bien documentada obra Capital in the twenty-first century de 2013, las profundas brechas de desigualdad social de la Francia posterior a la revolución, tan feroces como las existentes durante el Antiguo Régimen. Las grandes proclamas de 1789, las históricas declaraciones que hicieron de los derechos del hombre y del ciudadano norma positiva en el mundo, el descabezamiento de reyes y la abolición de monarquías fundadas en el derecho divino no bastaron por si solas como fórmula de redención para el sans-culott inmerso en la pobreza durante siglos.
Víctor Hugo, el gran “león” de las letras de Francia cuya obra me acompaña desde adolescente, estampa bellamente en los entrañables personajes de Los Miserables el drama de aquel tiempo. Drama como el de la desdichada Eponina, que no es otro que el de la pobreza más abyecta; pobreza aún más atroz que la de Cosette porque, a diferencia de la protegida de Jean Valjean, Eponina la vive sin amparo alguno tendiendo a la muerte como única escapatoria. Una muerte que eventualmente encontraría en las barricadas de París durante los alzamientos populares de junio de 1832.
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Una escena muy distinta es la que consagra en célebre óleo Eugenio Delacroix, en el que se representa a los parisinos insurgiendo contra la miseria y la opresión bajo la guía una hermosa mujer de gorro frigio que ofrece maternalmente su seno desnudo a los “jacques”, los postergados enfants de la patrie, en tanto que porta en alto el glorioso tricolor de Francia. Es Mariana, sublime representación de la libertad, de la república de los iguales que pensaron los genios de la más grande revolución de todos los tiempos.
Hastiados del hambre, los franceses ya se habían echado a las calles años antes a enfrentar el oprobio de otro rey caduco – el rollizo Carlos X- que a diario ostentaba sus lujos y excesos paseándose sobre un caballo ricamente enjaezado por las calles de París rebosantes de pobres en harapos.“¡Ese gordo es el gobierno!”, exclamaba la gente viéndole pasar. Escena esta que bien podría recordarnos las expresiones de indignación de la gente en Caracas al paso de los usualmente obesos miembros de la nomenklatura roja a bordo de sus camionetas 4×4, desde cuya altura contemplan impávidos la miseria en la que vive más del 90% de los venezolanos de acuerdo con los datos arrojados por Encovi 2019.
Hasta que un día los franceses se hartaron de monarcas gordinflones y de sus vanidosos excesos exhibidos frente a sus hijos hambrientos. Indignación que imaginamos debió como la nuestra de hoy, cuando un venezolano promedio no llega a un dólar diario de ingreso y vive en medio de una pobreza extrema solo superada por Nigeria, otro petroestado; país hambriento en el que la proteína en la mesa familiar es un privilegio, antigua nación rica que terminó siendo la desnutrida de América, con niños buscando qué comer entre las basuras mientras ven pasar caravanas de enchufados rojos rumbo a esos bodegones en los que se surten de finísimas viandas de importación que serían un lujo incluso en la mesa de cualquier europeo.
Sibaritismo de medio pelo que ofende en los más hondo a esta patria dolorida nuestra, que de ser el puerto seguro al que tantos sufridos del mundo quisieron llegar un día terminó siéndolo para el embarque de más de cuatro millones de compatriotas que lo dejaron todo atrás buscando “visa para no volver”.
Con ellos se fue nuestro “bono demográfico”, ese preciso momento en la vida de los pueblos en el que hay más personas productivas que dependientes; momento irrepetible criminalmente desperdiciado por una caterva de irresponsables puestos al mando de complejidades que su precaria formación jamás les permitió comprender. Allí quedó nuestro futuro, arrojado a un albañal: he allí la obra que para la posteridad nos dejó el chavismo.
A los franceses les impusieron otro rey, uno del que se decía iba a ser más popular. Pero las cosas duran hasta que duran y ningún cambio cosmético podía evitarlo. Fue en la mañana del 5 junio de 1832, durante las exequias del general Maximiliano Lamarque, cuando los franceses estallaron en cólera hastiados de los abusos del poder. París de alzó contra Luis Felipe de Orleans, el último rey que viera Francia. Antiguo oficial bajo el mando de Miranda, su padre, el Duque de Orleans, se hizo llamar “Felipe Igualdad” en los tiempos de la Convención del terrible Año II para salvarse del filo de la guillotina.
Las calles se llenaron de escenas como las de apenas un par de años antes, con ocasión de las tres jornadas de levantamientos contra el obeso Carlos X –los llamados “Tres días gloriosos”- que justamente plasmara Delacroix en su más célebre lienzo. ¿Quién había sido el jefe o instigador de todo aquello? Pues todos y nadie: había sido el mismo pueblo, guiado por el afán de libertad e impulsado por el hambre, la indignación y el asco.
“¡Marchons, citoyens!” reza la letra poderosa de la Marsellesa, el himno que con orgullo entonan los franceses como cántico nacional. Porque ha sido bajo su exhorto que los hijos de Francia han salido toda la vida a batallar contra quien fuese en defensa de sus garantías y libertades, jamás a mendigarlas.
Venezuela hoy, como aquella Francia que narró Víctor Hugo, es un polvorín dejado a pleno sol. Sus penurias se han hecho indescriptibles, sus dramas insoportables. Como pueblo podemos optar por hacernos como la desdichada Eponina y esperar la muerte liberadora.
Pero por el contrario, podemos imitar a la bravía Mariana y arroparnos en la bandera de la república que por más de 200 años hemos tratado de construir.
Contemplando el impresionante lienzo de Eugenio Delacroix en alguna “visita virtual” a esa maravilla que es el Louvre, digo que la decisión es nuestra y solo nuestra. Avanzar en pos de otro destino para nuestro país es la convicción que me asalta hoy, en medio de esta hora aciaga, evocando aquellos hechos a los que nuestros amigos franceses rinden hoy justificado culto en ocasión de su fecha nacional. ¡Marchons, citoyens! ¡Avancemos! ¡Por encima de barricadas impuestas o sobrevenidas, luchemos por avanzar! Y que la libertad representada en la hermosa Mariana sea para nosotros, como lo fuera en aquella Francia, también nuestra guía.
Referencias:
Piketty, T (ed. 2014) Capital in the twenty-first century. Cambridge, Harvard University Press, p.342.
Hugo, V (ed.2005) Los miserables. Buenos Aires, Editorial Suma de Letras, tomo 2, p.489.
Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI), 2019. En: https://encovi.ucab.edu.ve (consultada el 12 de julio de 2020).
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