Venezuela: Preguntas sin respuesta fácil, por Rafael Uzcátegui
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A pesar de las dudas razonables que existían, la población venezolana fue a votar el 28 de julio pasado bajo una convicción: Si la avalancha de votos se expresaba, dando al cambio una mayoría contundente, aquello se iba a convertir en un hecho político de tanta envergadura que forzaría la transición. No pasó. El comportamiento del chavismo ha dinamitado las teorías académicas de la transición del autoritarismo a la democracia. ¿Por qué no ocurrió?
El chavismo lo dijo centenares de veces: Es ajeno al principio democrático de alternabilidad del poder. Con el peor candidato imaginable, haciendo la campaña proselitista más errática y deslucida de su historia y con todas las encuestas creíbles dando una amplia ventaja a su principal contendiente, Nicolás Maduro finalmente se midió en los comicios. Hasta último minuto, con el corazón en la boca, diferentes sectores de la población esperaban un «zarpazo», una maniobra para ultrajar previamente el evento electoral.
Carlos Malamud, del Real Instituto Elcano, había pronosticado días antes, en el podcast «Y esto no es todo», del Georgetown Americans Institute, que Maduro iba a perder las elecciones, pero iba a cometer un fraude. El voluntarismo se negó a creerlo. A pesar de todas las evidencias fácticas en contra, la esperanza de la población colmó los centros electorales el 28J para expresar su opinión sobre la necesidad de un cambio. Ese día, incluso, también expresaron su malestar dos millones de sufragios de la base electoral del oficialismo, el «voto oculto» contra el continuismo del que eran víctimas.
Algunos analistas habían estimado que, para evitar un fraude, había que lograr una diferencia de más de dos millones de papeletas. Por ello el estímulo del ejercicio del voto se convirtió en el eje de los últimos días de la campaña.
La evidencia irrefutable de la pérdida de apoyo popular, en contextos normales, crea un significativo hecho social que genera consecuencias. La política, en Occidente y desde la modernidad, se basa en la representatividad, en cuántas personas apoyan las propuestas de gobierno propias frente al soporte que puedan tener las ideas contrarias. Los políticos de cualquier signo han aceptado el veredicto cuando los resultados ampliamente los desfavorecen. Un personaje oscuro como Augusto Pinochet, con tensiones e incomodidades, finalmente terminó admitiendo el triunfo del «No» en el plebiscito de 1988.
Por ello, aunque las cúpulas del chavismo eran herméticas al respecto, la ilusión plausible era que un margen monumental moviera las fibras de la racionalidad política en sectores de la coalición dominante, de manera que, aunque fuera a regañadientes, aceptaran la realidad expresada en las urnas. No fue así. El chavismo, hasta los momentos en que esto se escribe, ha respondido como conjunto para ignorar la expresión de la voluntad popular. ¿Cuál pudiera ser la explicación?
Nuestra hipótesis es que el chavismo realmente existente se ha preparado durante dos décadas para gobernar siendo minoría. Siempre fue su destino manifiesto. El trabajo incesante y paciente de promover la polarización y división, la deshumanizando de sus adversarios, programaba a sus diferentes componentes para un episodio como este. Para decirlo resumidamente: Instalando la «revolución» como una idea absoluta que no admite interpelación y anatemizando a todos los que discrepan de ella. Esa cosificación, que convierte a personas con nombre y apellido en entes necesarios de neutralización, ha sido internalizada a todos los niveles.
Es por eso que una mentira puede ser sostenida por tres millones de personas, tomando la cifra de quienes optaron por Nicolás Maduro según las actas publicadas en línea. Han sido más de veinte años de la construcción de una realidad paralela que hoy demuestra sus niveles de eficacia. La perplejidad y la consternación de aquellos fieles que vieron como la herejía se materializó frente a sus propios ojos, al ser testigos del PSUV en sus centros electorales, fue revertida rápidamente por la maquinaría de la propaganda oficial.
Hay quien sigue esperando que esa «mala conciencia» del chavismo, que «sabe lo que pasó el 28J» se exprese de alguna manera, generando fisuras que debiliten al oficialismo, generando las condiciones para una negociación de transición. Pero esa «mala conciencia», que suponemos que existió entre sectores bajos y medios del oficialismo, en la semana posterior al 28J, no dura eternamente.
Desde esa misma noche comenzaron tres operaciones: La depuración de los traidores, la propaganda y el autoconvencimiento psicológico. Por ello quienes dudaron los primeros días hoy pueden decir, a viva voz, que Maduro ganó las elecciones. Necesitan ese cierre, con las justificaciones que sean, para poder dormir por las noches y estar en paz con lo que han sido en los últimos años. Y ello a pesar de todo el dolor que ocasionan.
Y sí, la vigilancia y temores internos a represalias terminan de cimentar la cohesión bolivariana frente al arrebato. Pero proporcionalmente, más pesa el cuerpo de ideas que han construido, y de las cuales se han convencido, como explicación del conflicto, de lo que enfrentan y lo que estarían en juego. A estas alturas un chavista es un creyente, más cercano a una secta que a una organización política tradicional. Robarse una elección es un medio que justifica mantener «la revolución», en una lógica que vive los obstáculos y contradicciones como una prueba de fe.
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Esta constatación conduce a duros dilemas para una alternativa democrática. Pero un plan de acción, mínimamente eficaz, depende de un diagnóstico correcto. ¿Cómo dialogas, abordas o enfrentas a un fanático cuyas ideas pueden no corresponder con la realidad en la que vive? ¿Qué está dispuesto a sacrificar, una y otra vez, los principios que dice sostener en aras de un supuesto bien superior? ¿De un futuro que nunca va a llegar? ¿Qué entre su familia y la ideología opta sin dudar por esta última? Las respuestas no son sencillas, pero un primer paso para redefinir la estrategia es hacerse las preguntas correctas.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo y Codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (GAPAC) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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