Venezuela: una crisis de estado, por Alonso Moleiro
Toman vuelo los cabildos abiertos y el diálogo con las masas. La llegada de Juan Guaidó a la Presidencia del Poder Legislativo fue producto de un acuerdo que produjo un pequeño milagro entre fuerzas políticas que no se han cansado de intrigar y discrepar entre sí, y concreta un planteamiento político visible, verificable en la calle, en torno a la matriz usurpadora de Nicolás Maduro y la necesidad de una salida constitucional al momento venezolano actual.
La Oposición encarna un sentimiento inmensamente mayoritario en el país, y está a punto de colocarle sujeto a una inconformidad que, de manera más que justificada, abarca a la casi totalidad de la nación. Mientras tanto, el proceder fraudulento de Maduro produce un endurecimiento muy claro, que está vez parece acoplado, de la comunidad internacional. Se alinean las circunstancias en el frente interno y externo. Hace apenas un mes tal aspiración lucía muy remota. La toma del 10 de enero sí pasó dejando su recado y sus consecuencias. A diferencia de lo que algunos pensaban.
La inusual ola de optimismo que toca todos los extremos de la sociedad democrática, incluso los más escépticos, no implica necesariamente que el mandato esté hecho, o que no existan posibilidades de fracasar. Lo que indica es que el momento de un desenlace político hay que irlo a buscar. No esperarlo a que llegue, manso y sereno, servido en la bandeja de una nueva cita electoral.
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Guaidó deberá navegar más hondo. Se aproxima un pulso muy intrincado. El Poder Legislativo necesita asumir atribuciones, aumentar su volumen e influencia, tejer redes y procurarse apoyos en el resto de las esferas del estado venezolano. Las naciones americanas y europeas endurecen sus disposiciones en contra de Maduro. El país nacional podría concretar un pronunciamiento inusualmente rotundo en la calle el venidero 23 de Enero.
La ruta que se abre ante la población por supuesto que no tiene nada de cómoda, no es demasiado previsible y comporta dosis de sacrificio. El país no está en una circunstancia que ha escogido. Venezuela vive en una dictadura, y Maduro, el causante de esta tragedia histórica, ha llevado las cosas hasta lo inaceptable, imponiendo por la fuerza su tóxica e inoperante gestión para otros seis años más.
Constituye una frivolidad anteponer objeciones, apegarse al procedimiento, solicitar la espera, ponerse electorero, apresurarse a reconocer a Maduro o estigmatizar la impaciencia de la gente, burlándose del “vete ya”. Esta es una postura trae consigo una lamentable simpleza interpretativa, empeñada en analizar las circunstancias actuales con el lente del año 2002.
El país lleva 20 años en esta desventura. No ha existido crisis política en el mundo que no convoque a sus ciudadanos a la calle y no traiga consigo riesgos.
El chavismo ha rebasado el umbral de lo admisible; hace muchísimo tiempo que este dejó de ser únicamente “un mal gobierno”. La crisis venezolana es una crisis de estado
Comprender el momento político actual pasa por no engañarse; por asumir todas sus consecuencias. Por aceptar que será necesario hacer algo más que pegar afiches y pintar murales para llegar al poder. Por entender la dimensión extra-electoral de la tragedia nacional.
Nada de lo afirmado pretender desmentir que la estabilización de la vida institucional del país deberá pasar por la celebración de una consulta electoral decente, y que para ello, en algún tramo de esta pugna, puede ser necesario sentarse a ofrecerle soluciones, salidas o incentivos al actual equipo de gobierno para concretar una transición política.
Pero hay que hacerlo desde una posición que le abra las puertas a un pacto que sea viable. Las negociaciones vendrán después, nunca antes. Lo que constituye una candidez intolerable es pretender que esta crisis conocerá su resolución única y exclusivamente dentro de un laboratorio político, procurando simpatías e indulgencias, o prometiendo el futuro en el marco de citas electorales de opereta.