Venezuela y la paradoja de la libertad: una lectura desde Rousseau, por Alejandro Oropeza

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«Rousseau,… fue uno de los más siniestros y más formidables
enemigos de la libertad en toda la historia del pensamiento moderno».
Isaiah Berlin, La traición a la libertad, 1952.
Isaiah Berlin, en La traición de la libertad, compilación de seis conferencias dictadas en 1952 a través de la BBC de Londres, dedica un capítulo magistral a Jean-Jacques Rousseau, pensador que, por la radicalidad de sus ideas, abrió una peligrosa puerta en la historia de la política moderna, aún vigente en nuestro presente.
Berlin, teórico social y filósofo anglo-ruso, explica con agudeza cómo Rousseau, al intentar reconciliar la libertad individual con la voluntad general, terminó sentando las bases de una noción que legitimó el germen de un autoritarismo ejercido en nombre del pueblo. Se trata de la paradoja de «obligar a ser libres». Paradoja que se hace realidad al subordinar la voz particular del individuo/ciudadano a una supuesta voluntad común que, en manos de gobiernos autoritarios, suele convertirse en coartada para la opresión y la violencia, siempre en nombre de la libertad y la soberanía popular.
Esa paradoja resuena de manera inquietante en la realidad venezolana actual. Durante más de dos décadas, la narrativa oficial-revolucionaria ha girado en torno a la soberanía del pueblo, la justicia social y la igualdad, sin olvidar a la democracia participativa y protagónica.
Sin embargo, ese mismo discurso ha justificado el desmantelamiento de las instituciones, la concentración del poder y la negación sistemática de libertades básicas. Todo ello se ha traducido en la pérdida del Estado de Derecho, su relativización y en el secuestro del espacio público, ámbito esencial de lo político y de la construcción conjunta de acuerdos sociales.
En nombre de un «proyecto colectivo» orientado hacia edades de oro siempre futuras, que reclama y exige sacrificios sucesivos del pueblo (no del procerato revolucionario), se ha extinguido la pluralidad, relegando los disidentes a la categoría de traidores a la patria, delito muy en boga en este tipo de regímenes. Son las voces contrarias que, como advirtió Umberto Eco en 1995 en su análisis del Ur-Fascismo, son catalogadas como enemigo interno, bajo el principio de que toda crítica constituye una amenaza para el régimen y, claro, para la voluntad general depositada en él.
Berlin advertía en sus conferencias que Rousseau abrió la puerta a una concepción peligrosa de libertad: ya no como derecho a decidir por uno mismo, sino como la obligación de alinearse con la voluntad general. En Venezuela, la retórica de unidad pueblo–ejército–partido político, y la intención de disolver esas instancias en una sola dimensión operativa, ha derivado en un aparato que persigue, exilia o invisibiliza a quienes disienten. La diferencia y lo que debería ser entendido como una legítima oposición, se percibe como un obstáculo al destino común, y el resultado es un pueblo despojado de su derecho a disentir, al que se le promete una emancipación futura que nunca llegará.
Más aún, mientras en un inicio la retórica de la voluntad general sirvió de coartada para instaurar un nuevo esquema de dominio, el desconocimiento de esa misma voluntad expresada en las urnas (julio de 2024) revela una degradación aún más profunda de la paradoja: la negación abierta y frontal de la libertad política, lo que constituye un subsuelo de la justificación autoritaria ya contenida en la concepción rousseauniana.
Uno de los aspectos más dramáticos de esta paradoja es que, en nombre de la libertad, se perpetúa la ausencia de ella. El ciudadano venezolano de hoy enfrenta la contradicción de ser convocado como protagonista del hecho político emergente —actor estelar y supuesto arquitecto de su futuro—, y ser tratado como súbdito en su vida cotidiana: controlado por la burocracia, vigilado por el Estado, limitado en su acceso a la justicia, sujeto a la degradación jurídica ideológica, restringido en su acceso a la información y a los bienes básicos para subsistir. Y, en tanto disidente, expulsado del espacio público, monopolizado por un poder que se erige como única voz legítima.
Rousseau soñaba con un contrato social capaz de garantizar la dignidad humana. Venezuela, en cambio, padece una versión degradada de ese sueño: un contrato roto en el que la «voluntad general», además de ser desconocida y manipulada por una élite, no surge del diálogo ni del consenso, sino de la imposición de un poder que se confunde con la voz del pueblo.
Un contrato sin posibilidad de evolución positiva para el ejercicio ciudadano abierto, porque no se fundamenta en acuerdos alcanzados en el espacio público, sino en la violencia instrumental de una revolución que impone una voluntad usurpada. Berlin, al advertir sobre el potencial totalitario de esta deriva, parecía anticipar tragedias como la que hoy atraviesan los venezolanos y otras sociedades latinoamericanas. Tragedias que no deben analizarse en términos ideológicos de derechas o izquierdas, sino desde el derrumbe y la relativización del Estado de Derecho, el irrespeto a la institucionalidad y el secuestro del espacio público abierto y plural, verdaderos basamentos garantes de la soberanía, entre otros.
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La lección es clara: ninguna libertad auténtica puede construirse sobre la anulación del individuo/ciudadano. El desafío para Venezuela consiste en reconstruir una sociedad donde el pluralismo no sea estigma, donde la política no implique forzar a todos a marchar bajo un mismo tambor (voluntad general) o color, sino garantizar el derecho de cada ciudadano a decidir, disentir y convivir en paz. Porque, como recordaba Berlin, la verdadera libertad no se impone: se reconoce, se cultiva y se protege.
Alejandro Oropeza G. es Doctor Académico del Center for Democracy and Citizenship Studies – CEDES. Miami-USA. CEO del Observatorio de la Diáspora Venezolana – ODV. Madrid-España/Miami-USA.
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