Verbos, sustantivos y adjetivos en la política venezolana, por Julio Castillo Sagarzazu
Twitter: @juliocasagar
“Al principio fue el verbo”. Así comienza el Génesis, el libro común del judaísmo y el cristianismo sobre el origen de todas las cosas. Posteriormente, la teología cristiana ha propuesto una entidad: “La Palabra” para referirse a los que dice la biblia sobre un tópico determinado.
No les falta razón. La aparición de la palabra, como producto de la evolución de la laringe, sustituyó los aullidos, los sonidos guturales y las señas para la comunicación de la especie humana. El hombre comenzó a nombrar las cosas y, en cierta medida, a darles una existencia independiente. Nació así la expresión y la comunicación consciente.
Posteriormente, aparece la palabra escrita, en Sumeria, al sur de Mesopotamia, y allí, comienza técnicamente la historia.
Tan importante es la palabra con la que se nombran las cosas que algunas escuelas filosóficas (los nominalistas por ejemplo), han llegado a plantear que “el nombre de la cosa es parte de la cosa”
Es sobre esa importancia, sobre como nombramos las cosas, de lo que trata esta nota. Sobre todo de como nombramos las cosas y como nos expresamos en el “debate” (comillas ex profeso) que, sobre ciertos temas, solemos mantener en la oposición venezolana. Un “debate” con una acritud y una agresividad que son, en realidad, dignas de mejor causa.
Quizás la primera característica que podemos señalar es la curiosa habilidad de hablar más con adjetivos que con sustantivos. Los adjetivos “descalificativos”, son, en efecto, los más comunes en nuestros escarceos verbales. Cuando esto ocurre, la conversación pierde “sustantividad”, se va por las ramas; no debatimos ideas, sino que descalificamos a quien no comparte las nuestras.
Lo sustantivo es lo importante y lo adjetivo es lo accesorio. En el derecho llamamos derecho sustantivo al que establece las normas y al adjetivo al que nos dice cómo aplicarlas. Lo segundo depende de lo primero y no a la inversa. Así deberían ser las discusiones y el debate tanto al interior de las organizaciones opositoras, como entre ellas y entre los opinadores que pueblan las redes sociales y los medios de comunicación.
Lo más dramático (algo que si no fuera trágico, seria cómico) es que a veces estamos de acuerdo y no nos enteramos por la manera como discutimos. Como aquel personaje de Moliere, hablamos en prosa sin saberlo. Esta semana, por ejemplo, con motivo del infausto tema de las cartas, he leído una ingeniosa reflexión del amigo Arístides Hospedales. Arístides ha dicho que después de leer las “aclaratorias” y las glosas de las cartas, hemos terminado descubriendo que estamos de acuerdo y que el levantamiento de las sanciones los ven ambos grupos de “abajo firmantes” como un tema a ser planteado en la mesa de negociación y que no se busca con ello derrocar a Maduro.
Por supuesto que el propósito de escribir esta nota no es la de dar buenos consejos para que seamos todos mejores. Normalmente esas iniciativas son idealismos superfluos que tienen la pelea perdida de antemano. Una pelea tan inútil como la del hombre contra las cucarachas: Nunca la ganaremos.
El verdadero objetivo es que volvamos a ganar centralidad y que volvamos a poner en el debate los verdaderos problemas apremiantes y que nos dotemos de una agenda común que nos saque de la ociosidad y el inmovilismo. Ociosidad que, como decían nuestros abuelos, es la madre de todos los vicios.
Ganar centralidad no quiere decir que olvidaremos nuestras diferencias. Tenemos muchas y muy importantes, pero si significa que nos pongamos de acuerdo en como dirimirlas. Tampoco aquí cabrían las buenas intenciones. Estamos obligados a recurrir, como hacen las sociedades civilizadas, al método de buscar un juez que diga quién tiene razón, cuando se enfrentan intereses contrapuestos o, por lo menos, disimiles.
Aquí es donde vuelve a tomar pertinencia la propuesta de avanzar en un proceso de relegitimación social, popular, integral (como queramos llamarlo) de la dirección política de la oposición.
Las primarias o las consultas se han señalado como mecanismo para hacer frente a un eventual desafío electoral, pero es que antes de eso, es necesario encontrar una manera de tener una dirección política de las fuerzas democráticas. Ya sabemos que no es fácil escoger un método que satisfaga a todos, pero en ese tema deberíamos estar centrados en este momento.
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Sabemos también que hay opiniones diversas sobre quién es y quien no es oposición. Cada quien, y nos incluimos, tiene una opinión sobre esto. Pero está visto que no podremos dirimir esto en un diálogo de sordos o de profesionales del tirapiedrismo.
¿Qué tal si nos decidimos en dar el paso audaz de organizar un proceso que culmine en la legitimacion de una dirección política por parte de los venezolanos? ¿Qué tal, si como dimos un ejemplo al mundo el 2015 con la estupenda victoria parlamentaria y con las movilizaciones multitudinarias de años recientes, damos también el ejemplo de que conseguimos un camino para escoger a esa dirección política?
La situación geopolítica mundial ha cambiado con la invasión de Putin a Ucrania. Las viejas divisiones “ideológicas” son un periódico de ayer. El mundo se enfrentara ahora al dilema democracia o tiranía. En este nuevo ecosistema, tenemos una oportunidad de ensayar un camino diferente que nos permita avanzar. Si franqueamos ese paso, con éxito podremos abordar, en mejor posición, los desafíos que están por venir.
Una dirección política legitimada, sería un paso de gigante y pondría sindéresis en este torneo de diatribas estériles y de dibujo libre en el que se solazan los responsables de la pesadilla que vivimos.
Ojala intentáramos algo en ese terreno.
Julio Castillo Sagarzazu fue diputado en representación del estado Carabobo en el Congreso de la República y fue alcalde de Naguanagua
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