¿Versus?, sociedad-partidos, por Alejandro Oropeza G.
Twitter: @oropezag
La vida se parece a una asamblea de gente en los juegos;
así como unos acuden a ellos para competir, otros para
comerciar y los mejores [vienen] en calidad de espectadores [theatai],
de la misma manera, en la vida, los esclavos andan a la caza de reputación
[doxa] y ganancia, los filósofos, en cambio, de la verdad.
Parábola atribuida a Pitágoras: Kirk y Raven, The Presocratic Philosophers. 1966.
Es mucha la tinta corrida y que correrá en la polémica sobre el rol de la sociedad vivil en lo político. Tales posiciones se originan desde su misma definición como parte en ese complejo entorno, el político; o bien, desde la «esfera pública», trayendo a Arendt. Esfera cuya razón de ser esencial se fundamenta en la pluralidad y en la acción de reconocimiento de los otros distintos, como integrantes de un todo, en este caso, precisamente, el político.
Cuando decimos rol, no es baladí el término, pues supone reconocer y asumir responsabilidades y generar efectivos impactos que, como grupo, debe organizar para influir en la realidad. Este debate llega a proponer parámetros de franca diferenciación o bien, de disolución sociedad civil-partidos políticos. ¿Son estos, los partidos políticos, parte de aquella? Unos opinan que es así, en tanto mecanismos de intermediación y representación política de los ciudadanos ante el Estado; otros, lo contrario. Ciertamente, no es tan sencillo el asumir–validar una u otra postura extrema sino que se deben considerar gradaciones en tal relación, basadas en la realidad presente.
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Lo cierto es que en lo político, en esa esfera pública en donde aparecemos y nos reconocemos los diversos —y en donde se alcanzan pluralmente acuerdos que permiten que evolucionen los pactos— existen dos tipos de concurrentes: los actores y los espectadores, como en los juegos referidos por Pitágoras en la parábola citada. Cada uno de ellos tiene objetivos y herramientas; posibilidades de acción y niveles de impacto e influencia. En oportunidades, las herramientas se comparten, pero no los objetivos, so pena de migrar de la condición de espectador a la de actor y viceversa. Quedando entendido que aquella condición de espectador para nada es pasiva o simplemente reactiva, todo lo contrario; tal condición supone y demanda una dinámica acción: coordinada, con arreglo a fines y, condición determinante, plural. Pluralidad, además, sustentada en la acción propiamente política pero sustancialmente comunicativa.
El espectador tiene una posición privilegiada que le permite apreciar y evaluar el conjunto, imparcialmente (porque no se juzga a sí mismo, a su propio actuar), y el actor, al asumir su rol específico, debe representarlo permanentemente; además, es parcial por definición (porque lógicamente, tenderá a juzgar benévolamente sus propias actuaciones).
Así, el espectador no tiene una participación directa, lo que le permite formular juicios sobre los actores: su calidad en el desempeño, impacto sobre la realidad, medios empleados, su ética, el uso responsable de los medios a su disposición para alcanzar fines, etc.
En lo que respecta al actor, le interesa (o debería interesar), además del logro y alcance de los objetivos asumidos, la opinión y el impacto que sus acciones generen en los espectadores, el recuerdo que dejen en esa opinión y la apropiación de la sociedad de esos hechos y su transformación como parte de su capital social.
Toda esta interrelación dinámica y permanente —y a la vez frágil y temporal— expresa y traduce el acompañamiento positivo, el nivel de aprobación y confianza que generan sus acciones o bien, el rechazo y crítica de la actuación–acción de los actores políticos directos. Todo ello con base en la calidad de las operaciones que se diseñan y ejecutan para alcanzar objetivos que afectarían a todos. En este sentido, Arendt, interpretando a Kant, afirma que los actores se conducen en función de las expectativas de los espectadores y va un tanto más allá al opinar: la norma es el espectador, y esta norma es autónoma.
Si retomamos lo dicho, en lo que respecta a los objetivos de la sociedad civil y de los partidos políticos, se estima una clara diferenciación entre ambos. ¿Qué persiguen los actores políticos, particularmente los partidos como organizaciones ciertamente, sociales?: ejercer el poder, alcanzar el gobierno y, simultáneamente, implementar estrategias de representación política e intermediación entre los ciudadanos y las instancias del Estado.
¿Qué persigue la sociedad civil?: jamás alcanzar el poder; sí analizar y evaluar las acciones de los actores políticos y juzgarlas en atención a los objetivos y expectativas que la definen. Dentro de sus fines, la sociedad civil persigue influenciar a los actores en función de incorporar a la agenda política sus intereses, opiniones y pareceres. Pero, como espectadores, cuando se pretende ejercer mecanismos de representación política e intermediación sociedad-Estado o tomar decisiones que trasciendan la condición misma de espectadores y asumir el rol de actores políticos, pierde su condición de sociedad civil.
Ello no significa —jamás podría significarlo en un sistema democrático— que esa sociedad civil se abstenga de opinar, presentar sus posiciones y exigir a los actores políticos el cumplimiento de los objetivos que el sentido común determine para el alcance de las metas que reclama la sociedad. Es decir, nunca la sociedad civil tendrá una posición pasiva, de mero y desinteresado espectador en los hechos y la acción política.
Ahora bien, ¿qué guía, entre muchas variables, a la sociedad civil en sus juicios, en sus expectativas y en sus exigencias a los actores políticos?: una idea de realidad sustentada en el sentido común, por tanto, compartida; también, y sustancialmente, la esperanza sobre la cual se edifican las posibilidades de las generaciones futuras y de la nación.
Suscribo la posición kantiana-arendtiana de incompatibilidad entre la actuación simultánea, espectador (sociedad civil) y actor (partidos políticos), fundamentalmente porque no se puede ser legítimamente juez y parte; espectador y actor al mismo tiempo.
Así, los hechos que juzga la sociedad son acontecimientos públicos y significativos que ocurren en la historia del mundo y los llamados a valorar estos hechos son los espectadores, no los actores; así se conforma y constituye una esfera pública compartida y común para cada acontecimiento, objetivo y problemática que suceda en esta esfera.
En oportunidades —circunstancia que se aprecia muy regularmente—, la sociedad exige de sus representantes políticos la ejecución de acciones que entiende pertinentes y necesarias. Es más, en ocasiones reclama como indispensables y urgentes sus propuestas para la atención de realidades problemáticas y el alcance de fines y objetivos que afectan a todos. Y está en todo el derecho de reclamar la incorporación de sus exigencias y su presencia en los debates que conduzcan a la definición de acciones en el ámbito público; no en balde la soberanía reposa en su seno y valida tal ejercicio y dicha exigencia, aspecto que trataremos en otra entrega.
Pero, debe existir una diferenciación entre la exigencia, la evaluación como sociedad, la participación y la toma de decisiones públicas y la ejecución de las mismas.
Es decir, un delicado y crítico deslinde entre acciones, una sutil distancia que marca la diferencia entre los diversos tipos de sistemas de relaciones entre ambas dimensiones: sociedad civil y partidos políticos. Distancia, deslinde y condición que, segundo a segundo, se rediseña por cuanto jamás será constante y permanente y siempre, en todo sistema político abierto, tienen que interactuar para alcanzar fines y lograr apoyos y acompañamientos.
Un complejo sistema y por complejo: apasionante.
Miami, FL.
Alejandro Oropeza G. es Doctor en Ciencia Política. Escritor. Director Académico del Politics Center Academy-USA. CEO de VenAmerica, FL.
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