Vida después de la muerte… del Poseso, por Eduardo López Sandoval
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Me encontré en medio de un ambiente colorido de felicidad después del aparatoso choque de frente con un camión.
Como no desperté entre batas blancas concluí que esto era el cielo.
Era como un mundo hermoso, por lo musical, sin un asomo de contaminación del natural ambiente.
Todo era pacífico y hermoso, celestial y bello, vi muchas personas que se entendían, felices, cerca y sin hablarse: independientes.
A lo lejos, se veían ríos blancos como de leche y rojizos de miel y también riachuelos cristalinos que corrían y caían entre rocas con un rumor de placidez que hacía el tono bajo de la melodía total.
Me dije que este lugar, por su independencia y felicidad, era el lugar de mi destino: ¡albricias!
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Di tres pasos lentos y firmes hacia la añoranza de mi mundo feliz, pero oí una voz que llamaba a mis espaldas con sosegado poderío:
—Usted, amigo, hágame el favor…
Me quise hacer el desentendido, quería que no fuese conmigo, vi hacia los lados para ver si otro de los felices respondía, pero no, parece que era con el recién llegado.
Sin opción me detuve, volteé, no de forma completa y el hombre corroboró con la mano derecha, apenas inclinada con el dedo índice que apuntaba, los pasos que parece debía dar de vuelta a la infelicidad terrenal…
—Sí, señor, es con usted, —me abordó el barbudo con pacífica e inapelable voz…
Era un hombre joven con abundante barba, pero que irradiaba una infinita experiencia, a la primera mirada era como un destellar de siglos de conocimientos que revelaba sin esfuerzo alguno.
Era la expresión de un pulcro amor: grande y perfecto. No lo pensé en el momento, pero bien pude concluir que era Jesucristo o Moisés.
Sentenció lo que en ese momento ya temía, antepuso mi nombre y…
—Sí, amigo, a usted no le toca morir hoy, usted se va.
Osé manifestar con voz apenas audible:
—No señor, yo me maté…
La mirada fija de unos ojos profundos, como marrones, mantenía lo dicho, a pesar de que yo insistí:
—Sí señor, en un aparatoso accidente con un vehículo de carga, yo me maté,…
Argumenté ya con menos atrevimiento:
—Ya yo estoy aquí… ¿Explíqueme, por favor?… ¿Me regresa?…
Un momento de silencio que no rompía la suficiencia del regente. Y respondió con una pregunta:
—¿Usted votó en las últimas elecciones presidenciales en Venezuela?
(Vale este paréntesis, corrían los últimos meses del año 1999. Y la persona que cuenta en primera persona esta experiencia de vida después de la muerte tiene como inquebrantable costumbre decir la verdad en la tierra, y en el cielo es para imaginar: porque nunca había estado ahí…).
—Sí. –Respondí con la verdad y sin opción.
Preguntó de nuevo el barbudo, esta vez afirmando:
—¿Usted votó por Chávez, verdad?
En este lugar, que es el cielo, ellos lo saben todo, aquí el voto no es secreto. Con inmenso pesar respondí:
—Sí.
La mirada impasible y un rato de silencio de conclusión:
—Usted se va, porque las cosas que se hacen mal en la tierra, en la tierra se pagan.
Fin.
El relato que se contó se realizó entre numerosas cervezas de un tercio de litro, entre un grupo de amigos, después de mil insistencias para que el que lo había logrado contara la experiencia “después del túnel”.
Esto sucedió en un espacio de los primeros años del proceso revolucionario bolivariano del siglo XXI, cuando los siete reunidos estaban aún con el Poseso, o más bien, casi todos, porque quien contó su experiencia de vida después de la muerte ya había empezado a abrir los ojos y se declaraba opositor. Y había sido bombardeado por seis voces de varones, con las ideas dizque revolucionarias. Después de la parte final del relato que dice:
—Usted se va, porque las cosas que se hacen mal en la tierra, en la tierra se pagan, —el relator remató con:
—¡Y aquí estoy, pagándolas!
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