Viejo, por Gustavo J. Villasmil-Prieto

«But man is not made for defeat. A man can be destroyed but not defeated.» Ernest Hemingway, The Old Man and the Sea (1952).
«El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado» Ernest Hemingway, El viejo y el mar (1952).
Cumplo 63 años el día en que esta columna se publica. No lo menciono por vanidad ni por nostalgia, sino porque el número me interpela. En medicina, 63 años no son nada extraordinario: es solo una edad de transición, esa en la que el cuerpo empieza a negociar con la memoria y la fisiología se vuelve más política que biológica. La presión arterial ya no sube por el esfuerzo, sino por el desencanto y el colesterol no se eleva tanto por la dieta como por la herencia de un país que nos ha enseñado a vivir con lo justo. Y el sueño —ese regulador invisible— se fragmenta como nuestras instituciones: intermitente, vulnerable, lleno de sobresaltos.
Ya son varias las veces que me lo insinúan. O que me lo dicen sin cortapisas: «Es que tú no lo entiendes porque la tuya es otra generación». Hace poco, un joven colega, ante mi reclamo por lo que considero posiciones absolutamente contrarias a la ética médica más elemental, me espetó mi condición de «boomer» por las redes sociales: «Tienes que desaprender lo que sabes para adaptarte a estos tiempos», escribió el pobre infeliz, ignorante de que los esfuerzos del hombre por discernir entre el bien y el mal se remontan casi hasta el Neolítico.
Pero sucede que las canas no mienten. Y las arterias tampoco. Hacerse viejo en Venezuela —o en cualquier país donde lo cotidiano se haya vuelto un campo de batalla— no se limita a acumular años. Es haber resistido. Es haber visto cómo el país entero terminó convertido en trinchera y los más ancianos se fueron quedando solos, aferrados a sus recetas, a las estampitas de sus santos y a sus recuerdos.
Con los 63 años he aprendido que la vejez no es una enfermedad, aunque muchos sistemas la traten como tal. Hay en ella una forma de lucidez que brota cuando se deja de correr tras el futuro y se empieza a caminar junto al pasado sin miedos.
Como el pescador del relato de Hemingway, que se lanza al mar no por necesidad sino por convicción, uno sale al combate sabiendo de antemano que hay batallas que se libran no tanto para ganarlas, sino para no rendirse.
La medicina, en este sentido, es profundamente vieja. No por obsoleta, sino por sabia, porque nos recuerda que el cuerpo humano no es una máquina —como decía Vesalio— sino una historia; que cada órgano guarda su propia memoria, que cada síntoma encierra un mensaje existencial y que una vacuna puede ser más revolucionaria que cualquier consigna, aunque en Washington la ignorancia rubia diga otra cosa. Como nos recuerda también que la hipertensión de una abuela puede decir más sobre este país que mil «posts» de los cientos o miles que a diario hacen circular esos inefables «influencers» vestidos de cirujano, que ya ni siquiera recuerdan a qué venían cuando pasaron por la Facultad.
Al cumplir 63 no celebro la edad: celebro la resistencia. Celebro a esos «viejos» que siguen enseñando, cuidando a los enfermos a su cargo como cuando eran jóvenes residentes, que siguen escribiendo, disertando, debatiendo y defendiendo con pasión la causa de la salud de los venezolanos, aunque la sientan perdida. Celebro a los que, como Santiago el marino, desafían la mar bravía de estos tiempos con valor y desenfado, sin postrarse adulantes ante el becerro de oro de la idea de una juventud sin mérito, para la que el número de serie de su cédula de identidad es un palmarés en sí mismo.
No. Ni las arrugas en el cuello son una enfermedad ni la tersura de rostro una virtud. Cierto es que el cuerpo envejece y que los años pasan su factura. Pero el propósito de vida, si se observa bien, no tiene fecha de vencimiento ni jubilación posible.
Aquí nos quedaremos, cuidando del fuego sagrado de 25 siglos de historia que atesora la gran tradición médica de Occidente, con el mismo denuedo y con la misma pasión con la que, en Venezuela, la resguardaron la generación médica de mi padre y la de mis maestros, protegiéndola de piratas y de guaraperos, de «mujiquitas», de «famosos», de vendedores de humo y de mercachifles para quienes el paciente es un «producto» y el discurso clínico una «app».
Soy consciente de las formidables fuerzas que adversan a un sexagenario puesto a defender tan precioso acervo en estos tiempos líquidos, pero bien poco me importa. Porque —citando de nuevo al autor de «El viejo y el mar»— el espíritu de un viejo podrá ser destruido, pero «jamás de los jamases» derrotado en la obligante batalla contra los que hoy degradan el sacratísimo y antiguo arte de curar.
Mañana, los venezolanos celebraremos a José Gregorio Hernández. Aquel cincuentón salió al paso de la eternidad, maleta de médico en mano, a las dos de la tarde de un domingo, desde la esquina de Amadores, en La Pastora. Venía de ver a un enfermo. Cuando murió en aquel trágico accidente del 29 de junio de 1919, tenía 54 años, en un país y tiempo en el que la esperanza de vida no sobrepasaba los 40. Un «viejo», pues.
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Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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