Viene el lobo, por Teodoro Petkoff
En el mes de marzo, tal como se esperaba, la inflación dio un brinco a la Sotomayor y alcanzó 4,2%. En octubre de 1996 fue la última vez que tuvimos una tasa tan elevada. Con el agravante de que los incrementos en alimentos y bebidas (6,1), transporte (8,5) y equipamiento del hogar (5,7) estuvieron considerablemente por encima de la tasa promedio mensual, con lo cual, para los pobres, que gastan la mayor parte de su ingreso en esos rubros, el impacto inflacionario fue particularmente rudo. El profesor Giordani, quien inventó la curiosa teoría de que por cada punto que cae la inflación 17 mil familias abandonan la pobreza, tal vez podría calcular cuántas reingresaron a esa condición a raíz del rebote inflacionario.
Ahora bien, este resultado se hizo inevitable, porque era inaplazable el ajuste, dada una política cambiaria que se mantuvo más allá de lo conveniente. Obligado por su propio error, el Gobierno no podía hacer una tortilla sin romper los huevos. Un ajuste macroeconómico siempre produce unos primeros resultados que no son precisamente para aumentar la popularidad de los gobiernos. Pero, por lo general, si el ajuste funciona adecuadamente, y se restablecen los equilibrios perdidos, la situación comienza a evolucionar favorablemente y, en el caso de la inflación, esta se desacelera. Por eso, la gran pregunta es hacia dónde apunta la tendencia. ¿Funcionará el ajuste y la inflación bajará en los próximos meses o, por el contrario, cogerá más velocidad? En todo caso, aun si su ritmo descendiera, ya para diciembre la inflación estará bien por encima del 10,1% que el Gobierno estimó para este año. Podríamos dejar pendiente otra pregunta: a pesar de este mal resultado, ¿cabe esperar uno mejor en materia de crecimiento de la economía y, por tanto, de recuperación del empleo?
Porque en este horizonte de números malos (tasas de interés astronómicas, severa contracción económica, desempleo en 16,4% para enero de este año, tipo de cambio todavía volátil), los únicos «buenos» son los de los precios del petróleo. Como siempre, nuestra bonanza camina sobre las desgracias de los demás: ayer, las noticias del Medio Oriente provocaron un salto en el precio del crudo. Pero ahí es donde se esconde el peligro. ¿Volveremos a gastar alegremente? Si así fuere, el gasto público operará como gasolina para la candela inflacionaria y, para peor, sin ni siquiera producir la contrapartida de crecimiento significativo en la economía. Lo lógico sería volver a meter plata en el FIEM y mantener la voluntad de austeridad, con reajustes muy prudentes en el gasto. Es de temer, sin embargo, que un gobierno acosado por los conflictos sociales apele al remedio tradicional, los realazos, para hacerles frente. Conclusión: si el Gobierno gasta desmedidamente los ingresos extraordinarios que posiblemente obtenga, nada ni nadie nos salvará de una inflación como la de antes, sin que a estas alturas se pueda divisar un crecimiento económico medianamente satisfactorio. Lo peor de los dos mundos.