Vilas: elogio a la vida, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
(Al rededor de los libros)
El alma humana no tendría que haber descendido a la tierra. Tendría que haberse quedado en las alturas, en los abismos celestiales, en las estrellas, en el espacio profundo.
En esa simple frase del primer capítulo de su libro Alegría, el escritor Manuel Vilas revela el profundo sentido de la tragedia humana, la de portar un espíritu divino sobre y dentro de un cuerpo animal. Es La broma infinita (Foster-Wallace) hecha a nuestra condición, nuestra trizadura esencial, la razón superior que ha terminado por convertir la vida de cada uno en un campo de batalla situado entre la inmortalidad del ser y la mortalidad del cuerpo que lo porta.
Somos verdaderos ascensores: a veces ascendemos a cumbres invisibles y otras a los sótanos más siniestros y oscuros. ¿Cómo mantener la vigencia de la ley de gravedad? Es la pregunta que se hacía Vilas en su novela Ordesa, y a la cual continúa intentando dar respuesta en su novela Alegría. Así, en tono de premisa dice: «El alma humana somos nosotros, todos nosotros, buscando ser amados cada día, cada día esperando el llamado de la alegría, qué otra cosa podíamos esperar si no?» Esa alegría que viene del dolor, como dice un poema de José Hierro que sobredetermina toda la lectura del libro y del que su primera estrofa cito:
Llegué por el dolor a la alegría.
Supe por el dolor que el alma existe.
Por el dolor, allá en mi reino triste,
un misterioso sol amanecía
El dolor es condición de la alegría como la noche es condición del día. A esa alegría llegamos gracias al amor, amor que no es solo el del enamoramiento sino la articulación de la nada con el todo, del ser con el no-ser, del uno con el dos. «Aquí estoy yo, desamparado y a la vez sintiendo la furia de la alegría, pero también con la rabia indefinida de la vida dentro de mí», afirma Vilas.
El amor es el deseo de no estar solos en esa transición que se extiende desde al cero al infinito de donde venimos y vamos todos. Con esas creencias comienza Vilas su libro y con las mismas las termina. Su sinceridad es admirable. ¿Qué escritor nos ha dicho antes esa verdad irrefutable que nos confiesa?: «Me importa bien poco la literatura, yo quiero el amor de la gente, por eso me hice escritor». «Descubrí algo: descubrí que las palabras enamoran y sirven para no estar solos». Esa es parte de su alegría.
La del poeta Hierro y la del novelista Vilas es una alegría que no tiene nada que ver con sentirse contento, feliz o dichoso, mucho menos con pasarlo bien. Es una alegría que al venir del dolor es dolorosa: una que arrastra consigo el dolor.
Ese dolor que inmortalizó, quizás sin darse cuenta, el poeta tanguero Alfredo Lepera cuando hizo cantar a Gardel: si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser (Cuesta abajo)
La «alegría» de Vilas es como (o tal vez sin el «como») el «goce» de Lacan. Una alegría (o goce) que no es de este mundo y que solo podemos intuir a través del amor mundano, en el mundo (in-mundo). La Alegría de Vilas es, por eso mismo, no solo un elogio a la vida sino un elogio al amor, sobre todo cuando ese amor se materializa en un objeto próximo o cercano, un prójimo, o en lenguaje inclusivo: una prójima. Así lo reconoce el mismo Vilas en un momento de su biografía. Dando gracias a su nuevo amor a la que llama Mo (de Mozart) descubre una nueva alegría, la del erotismo, cuando el cuerpo se convierte en intermediario entre el deseo y algo que está más allá del deseo, un posdeseo que nadie sabe exactamente lo que es, pero que hace vislumbrar su presencia: quizás un regreso al origen material del ser.
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Dice Vilas: «La transmisión del amor tiene su complejidad. No basta con decir te quiero. La transmisión del amor necesita materialidad. Todo en la vida necesita concretarse en algo» (….) «El amor lleva al erotismo si es amor, y el erotismo es dolor, angustia y a veces perversión» (….) «Hacer el amor es regresar a la noche de la especie, que fue una noche terrorífica» (….) «Hacer el amor es la oscuridad, la mayor oscuridad. Hay un espejo en donde te miras, un espejo que anuncia melancolía y miseria». Y así sigue.
¿La muerte? No, no necesariamente. La noche alegre de Vilas está más allá y más acá de la muerte. Su alegría es la de ser más allá de nosotros mismos. Pero es una alegría dolorosa pues para existir necesita separarse del cuerpo. El amor, por lo mismo, es alegre y doloroso a la vez. Doloroso porque en esta tierra no existe un amor sin final. El amor, el de verdad, presiente la ida o ausencia del o de la otra. Por eso, cuando más amamos no es cuando estamos amando sino cuando recordamos a quien amamos deseando la presencia de quien amamos, o cuando reconstruyendo el pasado, convertimos a lo que pudo haber sido y no fue, en un imaginario: en un «haber sido». Cada amor encierra en sí su propia imposibilidad. Y así es: viendo una película, leyendo una novela, esperamos un final feliz. En la vida también. Un final que sabemos no será feliz, no porque será infeliz sino porque será un final. Cada amor es un encuentro y una despedida a la vez.
El lugar de residencia del amor es, según Vilas, el pasado. De ahí la tristeza, la melancolía del amor. Nunca amamos tanto a alguien cuando ese alguien no está, o cuando vemos la posibilidad de su partida.
El amor es su ausencia, o si se quiere, el pre-sentimiento de una ausencia. Todo amor es un «no te vayas». Por eso escribe Vilas al pensar en sus dos hijos: «Y ahora me doy cuenta de que todo cuanto escribo nace de un inmenso amor hacia ellos y que no soy otra cosa que ese amor, y que además es un amor no correspondido en vida, porque será correspondido cuando yo esté muerto”
«Ama a tus muertos como a ti mismo», parece ser el mandamiento no divino que descubre Vilas. Mandamiento que, como el cristiano, proviene de una trinidad: la del ser que asciende, la del ser que es, la del ser que desciende: ascendencia, existencia, descendencia y una sola vida. Nada más.
Vilas no está solo. Al haberme enterado de la unidad trinitaria del profeta Vilas, no pude sino recordar al profeta J. L. Borges en su poema: Al hijo:
No soy yo quien te engendra. Son los muertos.
Son mi padre, su padre y sus mayores;
Son los que en un largo dédalo de amores
Trazaron desde Adán y los desiertos
De Caín y de Abel, en una aurora
(…)
Somos ascendentes, existentes y descendientes. Así como en una gota de agua está concentrada toda la verdad del universo, en cada uno de nosotros reside la unidad de la especie humana. Recordar a los padres y amar a los hijos mantiene esa unidad sin la cual no somos nada.
El amor al prójimo deja de ser así un imperativo categórico, o un deber moral. Es la ley de la vida. El amor que siente Vilas por sus padres es el amor a todos los padres que actúan en esta vida en representación del Padre. «El Nombre del Padre», apuntó Lacan. Y después el mismo corrigió: «El Nombre de los Padres», incluyendo así el calor de la madre y la severidad del padre en una sola unidad: la del dios-amor de los cristianos y la del dios-juez de otras religiones.
El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince escribió una vez que Manuel Vilas era un huérfano de 50 años. Manuel Vilas no lo tomó como una pulla. Al contrario, asumió esa definición. Dijo: «Es una precisa definición de mí». Y tal vez de la de Abad, aunque no lo confiese. La orfandad es, desde Caín de quien somos hijos, la propia condición humana.
En otras palabras: todos, con padres o sin padres, somos huérfanos. Pero hay dos tipos de huérfanos. Los que se rinden a su orfandad y los que buscan al Padre. Ese es el sentido y lógica de todas las religiones universales: arrancarnos de nuestra orfandad. Lo dice Vilas con toda su crudeza: «Claro que yo sé que Dios no existe. Pero hay belleza en la idea de que un ser omnipotente te ame. Que te ame quien sea, pero que te ame alguien. Es mejor que te ame un ente de ficción a que no te ame nadie».
Y yo podría agregar con mis palabras: No sé si existe Dios. Pero necesitamos que Dios exista. Y por que lo necesitamos, existe. Nadie necesita lo que no existe.
Los últimos capítulos de Alegría son una verdadera declaración de amor a la vida a través del amor de Vilas a la memoria de su padre. Cito: «Todo lo hacía para ti. Creo que ese deseo de que fueras feliz a través de mis pequeños triunfos es lo mejor de mi corazón» (….) «Para mí tu felicidad era la felicidad del mundo» (….) «Yo te ayudé a conquistar el palacio de la alegría» «Tras esa confesión de mis cincuenta y seis años tú aparecerás, tú a lo lejos, envuelto en oscuridad y sangre, en oscuridad y laberinto. Y me dices: yo soy tu padre».
Es difícil decirlo. Quizás así: leer las novelas de Manuel Vilas –no sé siquiera si son novelas u otro genero aún sin nombre – ha sido para mí no solo un placer literario. Ha sido, antes que nada, una experiencia de vida. Una experiencia tardía, si se quiere. Pero eso es lo que menos importa.
Sobre ese padre y ese Padre de Manuel Vilas escribiré, si Dios quiere, en mi próximo artículo.
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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