Virus suelto, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Me sorprende una lluvia pertinaz, siniestra, descarnada —de esas que no predijo el meteorólogo del noticiero de la mañana—, cuando revolvía las dos capsulitas de endulzante en mi taza de café. No hacía ni dos minutos que acababa de salir del metro y, al mirar la calle soñolienta y llena de sol, me entraron unas ganas de acudir a mi pequeña dosis de felicidad y gritar. Pero, inesperadamente, el cielo se nubló y el sol se apartó, como quien huye por las esquinas cuando el matón del barrio aparece en la calle y, entonces, cayó ese aguacero bravucón para estropearme la dicha y obligar a refugiarme en un pequeño bar denominado Taxi, habitado por parroquianos que se conocían entre sí y a quienes no me fue difícil encajar en el perfil del taxista que ha terminado su jornada: una marcada expresión de cansancio y el saludo ruidoso al grupo para que sepan que no ha faltado a la cita.
*Lea también: El color del vino Pétrus es rojo, rojito, por Miro Popić
Para justificar mi presencia, pedí una cerveza y me arrimé a una mesa solitaria al lado de la rocola, pero no había música porque con el bullicio de la clientela ninguno de los cantantes anotados en lista para lucirse por una moneda se atrevieron a salir.
Un tal Roger, que funge de dueño del bar y a quien todos llaman el Mulo, exige compostura a los presentes y sugiere que intenten mantener la distancia social. Ordena a un tal Paco apagar el cigarro, “que en este lugar no se fuma”, y a un Jaime demasiado borracho le advierte que se ponga la mascarilla por última vez. Son cuerpos ausentes de pasiones carnales, que cumplen el ritual del saludo antes de irse a casa.
Hablan de fútbol y del coronavirus. Se quejan, pero también se mofan entre ellos mismos y se burlan al unísono –como si lo hubiesen ensayado– de las declaraciones de las autoridades sanitarias de la OMS que vaticina en la televisión que lo peor de la pandemia ha pasado.
Un hombre sigiloso, cercano a los 50 años, con el rostro surcado de arrugas por el sol, pide permiso para sentarse a mi mesa y no espera que yo al menos asienta, porque ya está frente a mí bebiéndose de un sorbo la mitad de la jarra espumosa, cuyos restos se quedan adosados en la espesa barba rojiza y gris.
“Mucha gente, eh… como para que el virus monte una fiesta”, le digo, para romper el hielo y disfrazar mi angustia.
“Para mi concepto, todo eso de las mascarillas y esas medidas me parecen una estupidez, sabe”, responde con una sonrisa que llega con su mirada; pero hay cierto desprecio oculto en las palabras. Convengo —porque ando en territorio apache— que en verdad se exagera mucho, pero finalmente logro sacar de mi mente a ese hombrecito prudente que revolotea en mi conciencia y le aclaro que de todas maneras no está de más tomar precauciones. El compañero de mesa no responde con palabras sino que me observa como si lo dominara un inmenso cansancio moral. Me señala con un gesto al de la chaqueta azul. “A ese lo ingresaron en mayo a la UCI porque no respiraba… míralo ahí, al Miguel, retozón y la mascarilla en la cabeza como si fuera un aviador… el hombre se le ha escapado a la muerte, y eso tiene derecho a celebrarlo, vale”.
Doy un giro a la conversación, porque no sé por dónde viene mi interlocutor, y ensayo contemplar la lluvia que no cesa. Así que invento, para que él lo escuche, mi queja porque debía estar en un lugar dentro de 15 minutos.
“¿Hacia dónde va?”, me increpa y termina la frase: “Yo termino esta jarra, pago y me voy a casa, y así hago el último traslado del día”. Le explico la dirección, sin aclarar que es a mi casa donde voy, y convenimos marcharnos.
Nos levantamos, cada cual paga su consumo, mi taxista acompañante, a quien apodan el Barbas, se despide con gestos y gritos. Cuando estamos a punto de abandonar el sitio, Miguel, el que se le escapó a la muerte, se aferra tembloroso y resbaladizo a la barra, y su rostro anguloso y pálido se contrae, generando pánico en el bar.
La joven mesera grita como si estuviera a punto de dar a luz, y el Mulo ordena llamar a la ambulancia. Pero Miguel no respira, o lo hace con tanta dificultad que sería mejor que no respirara. La sala que hace unos segundos bullía entre silbidos y risas es ahora un escenario de profunda desolación.
El Barbas me dice que no podrá llevarme porque debe quedarse con los amigos y que perdone; y yo asiento con respeto, le doy las gracias y corro sin paraguas hacia la entrada del metro pensando en la letra de un viejo blues que dice algo así de que por más que uno se burle, el viejo sillón de hamaca nos espera.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España