Visita de Estado, por Marcial Fonseca

Twitter: @marcialfonseca
La historia que llenará estas líneas hay que contarla antes de que desaparezcan las casas reales; aunque alguien dijo que al final sobrevivirán cinco reyes: los cuatro de las barajas españolas y el de Inglaterra. Y es que tal como están las cosas, las dinastías reales tienen un futuro tan oscuro como las corridas de toros en España o los espectáculos de boxeo en el mundo.
El autor está muy consciente de que en estos tiempos de Greta y demás fauna acompañante, tenemos demasiadas cosas con las que hay que convivir; una sobresale y por la cual el autor siente peculiar aversión: la imbecilidad. A esta hay que oírla y poner cara de que la digerimos, de que la rumiamos.
Es más, es inefable que califiquemos a un hombre, que manifiesta estar confundido, como gay. Parafraseando a Hall, “No estoy de acuerdo con tu imbecilidad; pero daría mi vida para que la digas”; así estemos hablando con una amiba. Pero no nos vayamos por las ramas, los hechos no son más que una anécdota ocurrida en la realeza inglesa.
Como sabemos, Elizabeth II es jefa de Estado de varios países y ella, como tal, los visita periódicamente. Cada vez que uno de sus jefes de gobierno pisa tierra inglesa es invitado a unos de los palacios de la reina para el debido banquete de protocolo y también a un concierto en el famoso Albert Hall. En nuestra historia, por allá en los 60, el primer ministro de un país africano, muy querido en su país y, por supuesto, con una educación exquisita en el Reino Unido, pasando los últimos años en Oxford, pisó suelo británico.
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La recepción en Heathrow, bajo la coordinación de la Foreign Office, fue impecable; los encuentros posteriores con el primer ministro y otros personeros del gobierno dieron los frutos esperados. El primer contacto con Su Majestad fue en un banquete real dado en el palacio Buckingham. Si oyéramos las conversaciones nada indicaría que había un extranjero —o dos, incluyendo a la esposa— entre los comensales. Él, con un acento absorbido en Eton y reafirmado en la universidad; y en ella, su inglés era ciertamente de Chelsea. El mandatario africano era tan curtido que no se sorprendió con el sorbete entre el primer plato, crema de langosta de Sussex, y el segundo, ternera a la Cumbria; y demostró clase cuando apenas probó dos bocados del helado.
Al día siguiente fue el concierto real en el famoso Albert Hall, bajo la responsabilidad de la Orquesta Filarmónica de Londres. La etiqueta era de rigurosa vestimenta negra tanto para mujeres como para hombres. La misma reina aprobó el programa seleccionado por el director de la orquesta. Como siempre, el comienzo del evento sería a las 8:15 p. m.; con puertas abiertas desde las 7:45 p. m. para la entrada de los asistentes y, por supuesto, tiempo aprovechado por los ejecutantes para afinar sus ya de por sí inmaculados instrumentos.
La reina y el primer ministro arribaron a la 8:05 y fueron conducidos al palco imperial; hablaron de trivialidades mientras los erráticos acordes de los músicos se desvanecían lentamente hasta que fue anunciado el inicio de la velada con Dvorak.
Al finalizar el concierto, la costumbre dictaba levantarse de los asientos y esperar que Su Majestad, acompañada de sus ilustres visitantes, abandonara el recinto antes de empezar la salida del resto de los asistentes. Ella, antes de dejar su palco, le preguntó al primer ministro su opinión sobre la ejecución de la orquesta.
—Excelente, Su Majestad; los músicos todos brillaron; en el Nuevo Mundo el director logró plasmar la tristeza nativa de América que inspiró a Dvorak, y subestimó la cultura europea, prefirió resaltar la armonía pentatónica de los acordes melancólicos. Y a usted, Su Majestad, ¿qué pieza le gustó más?
—Todas me gustaron; pero déjeme confesarle algo; para mí lo más bello en música es el romance andante de la 525 de Mozart; y esta noche el director le imprimió lo que la define: ser tocada frente a una ventana; y es que se podía sentir hasta la brisa nocturna.
—Su Majestad, hablando de confesiones —dijo él con una sonrisa sardónica—, todo fue excelso, pero yo disfruté más el guirigay musical que había antes de que anunciaran la primera pieza.
En verdad, aclara el autor, el visitante dijo que había disfrutado más lo que tocaban los músicos cuando entonaban sus instrumentos; o como en realidad dijo el visitante: lo que se oía cuando los músicos acoplaban sus instrumentos, repitiendo una nota A de oboe emitida por un sintonizador electrónico, como es costumbre en los conciertos; pero, pareciera que suena mejor guirigay, ¿o no?
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor.
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