Volando a ciegas, por Marco Negrón
Reconociendo que, con altos y bajos, ellas son la más destacada expresión de los cambios que a lo largo del siglo XX jalonaron la acelerada marcha del país hacia la modernidad, desde hace largo tiempo que, ya entrando en la tercera década del nuevo siglo, en esta columna se viene insistiendo en la urgente necesidad de repensar a fondo la realidad de nuestras ciudades.
No se trata de una preocupación meramente local: de hecho, tras una estación de notables progresos, las más exitosas metrópolis del mundo empiezan a mandar señales preocupantes por sus dificultades para controlar los impactos que producen en el calentamiento global; por la segregación a la que su dinámica somete a sectores crecientes de la población, excluyéndolos de muchos de los logros alcanzados en las décadas recientes y sobre los que se ha construido gran parte de su bien ganado prestigio; por el desproporcionado y aparentemente incontenible ensanchamiento de la brecha de las desigualdades. La magnitud de esos problemas ha llevado a que, incluso algunos de los más entusiastas voceros del llamado triunfo de las ciudades, la definan como “la crisis central de nuestra época”.
Un reciente artículo del Comité Editorial del New York Times alertaba hace apenas unas semanas acerca de los serios peligros que las rupturas causadas por la segregación en las ciudades implica no sólo para estas, sino incluso para la nación entera, porque “La naturaleza de una nación consiste en que todos estamos unidos en una comunidad de obligaciones, propósitos y oportunidades compartidos”.
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En nuestro caso, esos problemas se vienen arrastrando desde hace muchos años, pero en los más recientes se han agravado de manera extraordinaria, no sólo, como se ha denunciado tantas veces, por la brutal caída de la economía y el nunca imaginado empobrecimiento extremo de la población, sino además por la liquidación de las instituciones destinadas a planificar las ciudades.
El ejemplo de la guerra desatada desde 2009 contra el Gobierno Metropolitano de Caracas, hasta su ilegal “supresión y liquidación” en diciembre de 2017 sin crear una institución que lo sustituyera, constituye el ejemplo más claro del desinterés, si no de la aversión del régimen por las ciudades.
Porque, además, con ello se ha privado a la capital y principal ciudad del país no sólo del Plan Estratégico de 2012, sino también con la posibilidad de contar con bases de datos actualizadas, indispensables para el gobierno de la ciudad, desde entonces dejada a la deriva.
Con la crisis del Coronavirus la posibilidad de recuperar nuestras ciudades se hace ahora más lejana y difícil: mientras no se consiga, si es que se consigue, una vacuna que impida el contagio, las medidas de protección van contra las tendencias de las metrópolis contemporáneas y tienen costos económicos y sociales muy altos, difíciles de calcular por el black out informativo al que el régimen ha sometido a nuestras ciudades y al país mismo, desde la prensa cotidiana hasta los organismos legalmente responsables de ofrecer información vital para la gobernanza de la sociedad y la economía: en la era de la revolución tecnológica, se obliga a volar a ciegas a quienes tienen la responsabilidad de dar rumbo y sentido a las ciudades venezolanas. Y como no se trata de pequeñas avionetas, es inevitable que terminen estrellándose.
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