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CRÓNICA | Vuelo humanitario a Alemania, el último bocado del socialismo chavista



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Alemania
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TalCual | junio 22, 2020

El 31 de mayo partió un vuelo desde Maiquetía con destino a Alemania, que llevaba a europeos varados en Venezuela. Allí se fue Alejandro Gómez, un expatriado venezolano residente en el país teutón

Autor: Diego Vega


Alejandro Gómez es venezolano, de 33 años, residente en Alemania. A principios de 2020 se quedó sin trabajo y decidió viajar a Venezuela para visitar a su familia y amigos, además de buscar nuevo empleo con calma, desde Caracas. La pandemia por covid-19 alteraría todos sus planes.

En marzo fue decretada la cuarentena nacional, suspensión de vuelos incluida. Gómez pensó, y con razón, que tal escenario sería de largo plazo, que su país podía convertirse en una prisión, y buscó alternativas. Tenía vuelo para el 10 de abril, que resultó cancelado. Lo supo antes de la fecha, claro, y la expectativa no mejoraba. Entonces se puso en contacto con la embajada alemana y logró que lo alistaran en un vuelo humanitario programado la última semana de mayo.

“Creo que mi último día fue increíble. Pude despedirme de mis abuelas, eso de primero por temas de contagio. Después de mis amigos, me reuní con cinco con las medidas pertinentes a tomarnos algo, para que no me caigan encima. Estaba contento”. Al día siguiente le tocaba ir al aeropuerto. El despegue sería a las 6:40 pm. Él planificó llegar al aeródromo a las 9 am.

Pero la embajada de Alemania les informó esa mañana del 31 de mayo que el horario de ingreso al Aeropuerto Internacional de Maiquetía comenzaba apenas al mediodía. A las 11 am, entonces, tomó camino. Lo hizo con un chofer que lo condujo hasta La Guaira, portando salvocoducto distribuido por la legación diplomática. “Llegamos y la primera impresión fue que no estaba pasando nada en el país. Estaba el personal completo que se dedica a cargar las maletas. Decían que estaban pasando hambre, que necesitaban plata”. A quien lo ayufó le dio 10 dólares, que al hombre le parecieron insuficientes.

En la terminal aérea había muchos funcionarios del Sebin y la Dgcim. No los pudo contar. La cola para el chequeo era larga, decenas de personas anotadas para abordar el vuelo hacia Europa, organizados por uniformados de la Guardia Nacional. Unas personas enfundadas en trajes amarillos, sin identificación, se acercaban a cada uno a preguntar si ya les habían medido la temperatura corporal. La gente respondía, pero nadie chequeaba si decían la verdad. Al azar chequeaban a algunos pasajeros. “Te monitoreaban con una pistolita térmica. Dependiendo de tu embajada, te ibas a la cola correspondiente, entregabas tu pasaporte, te revisaban en la lista de vuelo de esa embajada y pasabas”.

Los militares llamaban a algunos pasajeros para revisiones profundas del equipaje, al azar, según indicación de una pantalla. Hubo veces en que las maletas no coincidían con el propietario, retrasando el proceso. «En esa espera habían muchos adultos mayores, hasta un señor con una discapacidad. No había prioridad ni existía personal que hablara alemán ni francés. No entiendo cómo no le dan ni una silla al discapacitado o a los adultos mayores. Al final sentaron a este señor en los carritos en lo que transportan maletas».

A Alejandro, no obstante, le salió otro número: el del chequeo antidrogas. Unos guardias le pidieron el pasaporte y le anunciaron un chequeo abdominal. Para ello lo llevaron hasta una sección aparte del edificio, junto a un jove francés. «Cuando llegué, solo habían tres personas, todos extranjeros. En ese momento estaban interrogando a alguien y cuando salió estaba llorando».

El muchacho fue testigo de algo insólito: un funcionario le dijo que ese «servicio» costaba dinero, «20 dólares o 20 euros, cómo tú quieras». Allí se fue el último billete verde que tenía. El cobrador salió del cuarto, no sin antes decirle al militar jefe “ese chamo es pana” señalando a Alejandro, “déjalo quieto”.

Un militar regordete, señal de tener mayor rango, anunció que les harían entrevistas, y luego -si detectaban algo sospechoso- un test alcaloide, que arroja la presencia positiva o negativa de distintas sustancias en el equipaje y las manos. De resultar positivos, y para esclarecer que sea un consumidor de drogas y no un empleado de carteles o narcotraficantes (como lo dijo textualmente el militar), le revisarían el teléfono al pasajero. A todos les tocaría la revisión abdominal: una imagen de rayos X en unas máquinas que permiten saber si se llevan paquetes de drogas en el cuerpo, si son «mulas».

La entrevista fue sencilla. Tres preguntas y una breve revisión del equipaje de mano le dieron paso a una sala de espera donde nadie portaba tapaboca ni alguna otra edida de protección.

Ya eran las 7 de la noche, y por fin Alejandro llegó a la puerta de embarque. El abordaje fue rápido, sin prioridades, uno detrás del otro. Allí iban turistas rezagados, residentes en Europa, y hasta empleados diplomáticos.

Cuando todos estaban ya en sus butacas, dentro del avión, las maletas aún no había sido cargadas al aparato. Una hora supieron que la Guardia Nacional llamaría a pasajeros para descender y revisar de nuevo sus equipajes. «Quieren joder», soltó un diplomático. Hasta 40 personas fueron llamadas. Eran las 11 de la noche.

Lo ocurrido recordó lo ya denunciado una semana antes, cuando un vuelo humanitario con destino a Madrid se retrasó por cinco horas con 275 pasajeros a bordo, debido a exhaustivas requisas y doble abordaje, supuestamente por búsqueda de viajeros relacionados con la llamada Operación Gedeón.

Hora y media más tarde el vuelo despegó con rumbo a Frankfurt, Alemania, con el embajador Daniel Kriener a bordo. Tuvieron que hacer escala en las Islas Canarias para repostar combustible, pues los retrasos en la salida impidieron hacer un periplo único.

Una vez en territorio alemán, hubo vuelos internos para otras ciudades europeas, con sobreprecios por la pandemia. Para Alejandro Gómez fue el útimo avión y una nueva escapada, al chavismo, a la cuarentena radical. En Alemania las restricciones son menores, y hay gasolina.

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