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We love America, por Teodoro Petkoff



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Teodoro Petkoff | marzo 28, 2003

Cuando en la década de los 50 del siglo pasado Estados Unidos vivió esa particular forma de fascismo, que fue el macarthismo, no pasaron muchos años antes de que el fenómeno hubiera sido vencido y desterrado de la práctica política norteamericana, gracias a la vigorosa reacción de la conciencia democrática de su sociedad. Años más tarde, cuando la poderosa nación se embarcó en la guerra de Vietnam, fue derrotada, pero más que en las selvas del pequeño país asiático, en las calles y las universidades de sus ciudades, por millones de ciudadanos que obligaron a su gobierno a firmar la paz. El equivalente de un juez de parroquia nuestro enjuició al presidente Nixon y abrió el proceso que condujo a su renuncia. Otro juez garantizó el derecho de un manifestante a quemar la bandera de las stars and stripes porque sancionarlo habría sido vulnerar la libertad de expresión.

Todo esto viene de una cultura y una tradición democráticas, amasadas por sus founding fathers, sus padres fundadores, en aquellos debates apasionantes y densos que dieron origen a la Constitución, ese texto único en el mundo, cuyo espíritu imperecedero ha vertebrado las instituciones y conductas políticas democráticas de la gran nación.

Aquellos debates quedaron para siempre en las páginas de El Federalista, el periódico de Hamilton y Madison, conformando el cuerpo de una filosofía política democrática sin parangón. La legislación sobre derechos civiles, que culminó la épica lucha de los negros norteamericanos contra el racismo, fue posible porque entroncó con la cultura jeffersoniana de la democracia y la libertad. El país que enfrentó y derrotó, en la ley, sus propios, horribles, demonios de la intolerancia cuando Martin Luther King y los demás lo confrontaron con su tradición democratica -paradójicamente, surgida de los afanes de blancos y propietarios de esclavos, pero incompatible en el largo plazo con pústulas como la de la discriminación racial.

En Estados Unidos, sociedad compleja, si las hay, el alma profunda de su pueblo está expresada por bastante más que la torpe y obtusa retórica de su actual presidente. Los Estados Unidos que admiramos y amamos están en Hawthorne y Hemingway, en Dreiser y Bashevis Singer, en Dos Passos y Gore Vidal, en Whitman y Ginsberg, en Crane y Kerouac.

Los Estados Unidos que respetamos y amamos nos dan, cierto es, mucha basura cinematográfica pero también es verdad que no hay cine como el de los gringos. Ninguna otra sociedad en el mundo ha registrado tan implacable y lúcidamente los socavones de sus miserias y lacras como la norteamericana en su cine y su literatura.

Si nos preguntan por el personaje político que más admiramos, nuestra respuesta, sin vacilaciones, es Franklin Roosevelt. Y si nos aprietan para mencionar otro, pues también es un gringo: Abraham Lincoln. Se equivocan quienes estólidamente ven antiamericanismo en nuestra postura contra la guerra de Mambrush. Un país donde 1.800 de sus científicos, incluyendo centenares de Premios Nobel, se dirigen a su presidente diciéndole Not in our name, “No en nuestro nombre”, para expresar su rechazo a la brutal aventura guerrerista, es un país para amarlo y respetarlo. Un país donde miles de jóvenes se lanzan a las calles para protestar la guerra de su presidente, es un país para amarlo. ¿En qué otra parte del mundo pueden los nacionales de un país protestar contra su propio gobierno en guerra? Ante eso nos quitamos el sombrero. Los Estados Unidos de inventores de casi todo, los Estados Unidos que nos han dado desde el jazz hasta la contracultura de los hippies y sin cuyo feminismo este movimiento no sería casi nada; el país puritano que, sin embargo, más ha hecho por despojar de tabúes el sexo; el país de Playboy pero también de Mother Jones ; los Estados Unidos de esa ciclópea pujanza económica que no tiene par en el mundo; los Estados Unidos de las Grandes Ligas y la NBA, el país de Babe Ruth y Barry Bonds, el de Michael Jordan y Muhammad Ali, ese país merece la gratitud del mundo.

Por todo esto, si decimos que Bush es un son of a bitch y que su guerra es inmoral, no estamos haciendo antiamericanismo.

Estamos, simplemente, como cualquier gringo –porque en asuntos de vida y muerte en el planeta, todos somos ciudadanos norteamericanos– haciendo uso de eso que ha hecho grande a ese país: el derecho a criticar a sus gobernantes.

 

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