¡Ya basta!, por Teodoro Petkoff
Nunca se designó la Comisión de la Verdad para esclarecer de manera independiente los crímenes del 11 de abril; la investigación de la Fiscalía parece haberse detenido en la acusación a nueve personas (todas vinculadas al MVR, vaya coincidencia), que no pueden ser ellos solos los responsables de 19 muertes y más de 100 heridos de bala, de modo que hay por allí muchos otros pistoleros impunes; al señor Merhi, que no hace otra cosa que exigir justicia en el caso de su hijo muerto, se le agrede y acosa en la propia puerta del TSJ. Mientras todo esto ocurre, una nueva camada de heridos de bala, esta vez 27, es el saldo siniestro de «algunos hechos aislados, sin mayor relevancia», al decir del vicepresidente, que sólo por milagro no dejaron víctimas fatales.
La fotografía que publicamos ayer y que repetimos hoy es demasiado elocuente. Fue tomada a las 2:15 de la tarde del 4 de noviembre en la esquina de Colón, dos cuadras antes del CNE. El pistolero dispara hacia la esquina de Doctor Díaz, donde estaba ubicada la Policía Metropolitana, en la ruta de la marcha. Los testimonios aseguran que el hombre descargó una cacerina completa y luego desapareció. ¿La policía respondió al plomo con plomo? Es probable. En todo caso, y esto es lo de fondo, este sujeto era parte de una patota que desde tempranas horas de la mañana, en manifiesta violación de la ley, se había apoderado de varias calles del centro, cerrando el tráfico, levantando las rejas de las alcantarillas, quemando cauchos, agrediendo verbal y físicamente a cuanto transeúnte les luciera «escuálido» (como fue el caso de las periodistas Valentina Lares y Laura Weffer) y pretendiendo, en suma, negar a otros venezolanos el ejercicio de un derecho democrático como el de manifestación, debidamente autorizado. Un sujeto apareció en TV declarando que «ellos» no podían permitir que «su» territorio fuera «violado» por «el enemigo» que tenía el suyo en el este de la ciudad.
Si bien es cierto que los cuerpos de orden público (PM y GN) actuaron -tarde, pero finalmente actuaron- para dispersar a las patotas violentas y garantizar así el derecho de manifestación, el punto es que en una sociedad democrática no es admisible que bandas armadas, vinculadas al gobierno, puedan asaltar actividades de opositores, disparar contra éstos o contra la policía y tratar de vedar determinados espacios públicos a sus adversarios.
Estas bandas fueron organizadas y financiadas por el partido de gobierno. Si ahora son «autónomas», como eufemísticamente dice Willian Lara, si ahora no obedecen, es porque, cual Frankenstein, adquirieron vida propia y ni siquiera las órdenes de sus antiguos animadores son acatadas por ellas. Pues bien, este no es un mero asunto de orden público sino un grave problema político. La disolución de estas bandas, el desarme de estos pistoleros, el castigo de los responsables de hechos de violencia, adquieren un carácter prioritario en el camino de restablecer un clima de convivencia ciudadana. El gobierno y su partido conocen perfectamente bien a esta gente y a sus principales activistas. En esto no se puede hacer el loco y por ello neutralizarlos no sería nada difícil y el hacerlo constituiría una prueba de buena voluntad en el camino de negociación que ahora está a punto de emprenderse. El gobierno debe cancelar la carta blanca que una vez dio a estas bandas, despejar toda duda sobre su complicidad con ellas, si es que aspira a que su palabra sea mínimamente creíble.