Yo-Yo Ma y yo, por Wilfredo Velásquez
Twitter: @wilvelasquez
La relación de Yo-Yo Ma y yo es de larga data, aunque él no lo sabe y, la verdad, no creo que se vaya a enterar.
Nuestra relación empezó en una bucólica casona de nuestros llanos orientales, que tampoco Yo-Yo Ma va a tener la dicha de conocer jamás.
Sucedió en un año difícil de olvidar, fue el año en que cayó la dictadura, lo recuerdo por el revuelo que causó en la familia, dos tíos estaban presos en la sede de la Seguridad Nacional de Caracas ubicada en los espacios que ahora ocupa el edificio del antiguo Hotel Hilton. Dos primos de estos habían cumplido año y medio recluidos en la cárcel de Ciudad Bolívar, los primeros por contrabandistas, los segundos por adecos y yo estaba en casa de los abuelos, que es la casona de la que hablo.
Ellos estaban presos y yo disfrutando una infantil y rebosante sensación de libertad, que aun hoy me sigue produciendo la visión de la sabana.
Allí, no sé si el día en que el dictador emprendió su huida en la «vaca sagrada», o si en los días siguientes, apareció Yo-Yo Ma, por primera vez en mi vida.
Por obra y gracia de la magia macondiana que recorre nuestro continente, llegó precedido de los ruidos de la combustión que rompieron desde lejos los sonidos habituales de la sabana.
Cabalgaba una Harley–Davidson, color negro, con una silla más grande que la del triciclo de mi hermano, negra, por más señas y con cintas multicolores, parecidas a las usadas para tejer el sebucán en la diversión del mismo nombre, colgando de los protectores de la empuñadura de los manubrios.
No fue el tamaño de la moto, tampoco el personaje que bajó de ella, calzando botas de montar, cubierto con un sombrero pelo e’guama, como si la moto fuera un caballo, lo que me impresionó.
Lo que realmente despertó mi curiosidad infantil fue el parrillero que le acompañaba, enfundado todo de negro, que, visto desde lejos, parecía un hombre sin cabeza.
Al recibirlo, mi abuelo y yo bajamos los travesaños de la talanquera. No la que tanto saltan los políticos, si no esas que se hacían en las casas de hatos, con parales delicadamente labrados, como si fueran los tótems de las viviendas que resguardaban, con travesaños de varas de caña amarga, tan perfectamente cilíndricas que parecían hechas en torno.
Al acercarse pude comprobar que el acompañante era el estuche de un violín y que no le hacía falta la cabeza.
Yo-Yo Ma todavía no se llamaba así ni portaba un chelo, se llamaba Paulino Mora y era sobrino de mi abuela.
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Desató cuidadosamente su violín y lo cargó hasta la sala de la casa de mis abuelos, con la misma gracia y desenfado con que la noche del 25 de octubre de 2022 lo hizo, en el excelente escenario del L’Auditori de Barcelona, Yo-Yo Ma con su chelo, para deleitarnos con obras de Mendelssohn, Caroline Shaw, Sibelius, Ernest Bloch, Dvorák, Errollyn Wallen, el brasileño Cesar Camargo Mariano, la chilena Violeta Parra y el argentino Astor Piazzola, en una magnifica síntesis de la música universal, acompañado por la maravillosa pianista Kathryn Stott.
La inglesa Kathryn Stott, aunque no es el objeto de este artículo, tiene capacidades y currículo para llenar buena parte del ciberespacio. Sin embargo, como latino resalto su especialidad en la interpretación del tango y la excelencia con que interpretó las piezas de nuestro Piazzola, que, aunque siendo ella una gran solista, permitió la prevalencia del chelo sobre la presencia abrumadora del piano.
Dos genios musicales que juntos desbordaron los espacios del L’Auditori y que seguramente serán recordados por quienes tuvimos la oportunidad de disfrutar tan espléndido concierto.
Mis encuentros con el Yo-Yo Ma actual, hasta anoche, no habían sido tan reales ni tan mágicos como con el Yo-Yo Ma de mi infancia. Se habían limitado a un encuentro casual por los caminos virtuales de YouTube que me indujeron a seguir su extensa carrera y su muy actual síntesis de nacionalidades múltiples, que van desde sus genes asiáticos, a su nacimiento francés y su doble nacionalidad que incluye la americana y su exitoso periplo por los principales escenarios de la música internacional.
El L’Auditori de Barcelona, pese a su condición de gran escenario del mundo, es apenas una «parada» más en su trayectoria que luce infinita.
De su concierto me emocionó profundamente su virtuosismo, su gran calidad ejecutoria, su profunda humildad y la sencillez con que se planta en los escenarios, como si estuviera en una reunión de viejos amigos, lo que lo reafirma como uno de los más grandes de los violonchelistas actuales.
Como todos los grandes, trasmite —al menos a mí— una gran humildad personal, muy lejos del divismo que caracteriza a los músicos jóvenes, una presencia capaz de llenar auditorios y cautivar multitudes con los maravillosos acordes de su «chelo».
Yo-Yo Ma no solo toca el chelo, Yo-Yo Ma toca a la humanidad, tal como lo hace con su Silkroad, algo así como el proyecto del maestro Abreu, pero más grande, que pretende conectar culturalmente al Oriente con el Occidente, conservando las tradiciones musicales auténticas y promoviendo la innovación y la educación, en un gran proyecto mundial donde la Ruta de la Seda solo es una metáfora que no abarca las dimensiones humanas de Yo-Yo Ma.
Poco puedo yo añadir a lo que se ha dicho de él y de su obra, pero me permito invitar a los lectores a que lo conozcan, que descubran su gran personalidad y magnetismo y que disfruten de su obra.
Durante la visita de Paulino a los abuelos, entre los comentarios relativos a la caída de la dictadura y las expectativas por la liberación y retorno de los familiares presos, el niño que yo era observó que de las alforjas que bordeaban el asiento trasero del Harley-Davidson —similares a las de los caballos que mis abuelos llamaban «porsiacaso»— Paulino sacó del bolsillo más pequeño una diminuta caja que contenía un pedazo de cera, de la cual me dijo, al reparar que yo le observaba con curiosidad, que era la comida, el alimento de su violín.
Con absoluta concentración procedió a pasarle la perrubia a las cerdas del arco de su violín, se lo colocó en el hombro, apoyó su mandíbula en la barbada y en casa de mis abuelos cesaron los comentarios sobre el dictador y desapareció la angustia por los hijos ausentes.
No se qué pieza interpretó Paulino, ni creo que logre recordarlo, pero sí sé que desde que descubrí la maravilla musical y humana que representa para el mundo Yo-Yo Ma —a quien tuve la oportunidad de oír y ver en vivo en una sala como L’Auditori, en compañía de mi esposa y gracias a la generosidad de mis hijos y mis nueras, quienes nos regalaron las entradas— Paulino Mora y su violín, siempre estarán presentes cuando tenga la dicha de oír las formidables ejecuciones del chelo de Yo-Yo Ma.
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