La conversión del gallo pelón, por Carolina Gómez-Ávila
A despecho de mi querencia, los orígenes del gallo pelón no están en la geografía nacional. Ni siquiera la exclusividad de uso, porque su interminable cuento se conoce en cantidad de países latinoamericanos.
Resulta que al gallo pelón se le relaciona con una leyenda del s. XVI que narra ciertos hechos sucedidos en Morón de la Frontera -un pueblo de la provincia de Sevilla, en Andalucía, España- que sufría el atropello de los funcionarios. Uno de ellos, el juez Don Juan de Esquivel, no sólo abusaba sino que se jactaba de su poder repitiendo con frecuencia: “donde canta este gallo, no canta otro”. Pronto el pueblo lo llamó “El Gallo de Morón” y no mucho después, harto de él, lo llevaron a las afueras del pueblo, lo desnudaron y le dieron una paliza con varas de hacer bastones.
La pela debe haber sido monumental porque el ingenio andaluz le compuso una copla:
Anda, que te vas quedando
como el Gallo de Morón,
sin plumas y cacareando
en la mejor ocasión.
En cosa de tres siglos, la historia del desplumado llegó a tierras americanas y sufrió las mutaciones que lo convirtieron en el gallo pelón que todos conocemos: un cuento sin historia pero con moraleja.
El cuento del gallo pelón rezuma enseñanzas y sabe dejarlas grabadas para siempre. Ningún venezolano ignora el sentimiento de frustración ante la tortura mínima pero sin fin. Todos sabemos en carne propia que la arruga se puede correr infinitamente cuando se tiene el control. Todos hemos probado que cualquier planteamiento o reclamo no debilita sino que fortalece al gallo pelón. Y todos en algún momento hemos simulado que no nos importa y seguimos viviendo a pesar del poder increíble que ejerce sobre nosotros el gallo pelón.
¡Cuánta diferencia con el implume que honran en Morón de la Frontera! Sobre estas líneas la imagen de la escultura “El Gallo de Morón” de José Márquez Fernández, que ya cumplió un siglo advirtiendo que ese pueblo es capaz de tomarse la justicia por su mano en el momento menos esperado.
Un tema sobre el que hay otra historia, también andaluza pero mucho más conocida, en la que resultó lapidado el tirano Comendador de Calatrava; crimen que nunca fue resuelto porque al interrogatorio del juez para averiguar el autor, cada habitante del pueblo respondía: “Fuenteovejuna, señor”.
La verdad es que el heroísmo popular es embriagador. Produce borracheras delirantes en las que se cree que es físicamente posible que el pueblo linche al déspota, que tal cosa es legítima y que será suficiente para acabar con la dictadura…
Pero esas cosas solo pasan en otras latitudes. En “Buenas y malas palabras”, Ángel Rosenblat -ese filólogo inmigrante que tanto nos amó- nos desnudó a través de nuestras más comunes expresiones del habla: «El venezolano no es propenso al ánimo trágico. En los trances más duros, disuelve la tragedia en acción o en humor. Cuando no tiene a su alcance la acción heroica, se desahoga en el humorismo”.
El 11 de diciembre de 2016 fue decretada la salida de circulación del billete de cien bolívares y nos dieron 72 horas para deshacernos de ellos. Luego, el Gobierno tuvo que tragarse ese decreto, los decretos de las sucesivas prórrogas y dos anuncios fallidos de cambio del cono monetario (con un posible tercero en cosa de días) porque la verdad es que no tiene mando, pero sí tiene control. Como el cuento del gallo pelón.