La reacción conservadora, por Simón García
Chávez llevó a cabo el viejo sueño de los revolucionarios del siglo XX, en el que fracasaron Allende o Miterrand. Desde un triunfo presidencial logró invadir pacíficamente todos los órganos del Estado. Para tomar a los más estratégicos y donde encontró mayor resistencia, Pdvsa y las Fuerzas Armadas, acudió a engaños, provocaciones y purgas que se apoyaron en errores de quienes se le oponían.
Pero, rápidamente, su proeza adquirió tinte de tragedia. Al ponerse en manos de un caudillo, la sociedad firmó un pacto con el diablo, avezado en escribir en letra pequeña. Ahora, hasta los integrantes del oficialismo que en vano intentan invocar propósitos originales, son sometidos a marginamiento, persecución o cárcel. Disentir es traición.
La gestión de Maduro, si así puede denominarse su caos, es la derrota de las expectativas y adhesiones masivas de 1999. Parafraseando al estimado Fernando Mires, Maduro es la contrarrevolución que nadie jamás soñó. Y si no procura cambios firmes y confiables, su gobernabilidad puede estallar sorpresivamente.
Subsiste, en posición relativamente fortalecida, como una reacción conservadora ante la crisis que encarna la contradicción creciente entre gobierno y sociedad, al margen de variaciones, con un mismo fondo, en la redistribución de las identificaciones. El fanatismo del poder llega a un límite donde debe optar por ceder democracia o soportar un aumento de las sanciones. También puede derivar en una transición del autoritarismo al totalitarismo.
El envés de esta autopista destructora del país, la trocha de una oposición extremista, ofrece un cambio ideal en una rueda de hámster, en la que resbalan perpetuamente los levantamientos populares junto a inminentes caídas de Maduro. Ironías de esa oposición NO, cada día más enloquecida con librar su guerra a muerte contra la oposición democrática.
El debate con esa élite le daría una relevancia que no tiene. Pero sus seguidores si merecen una labor de persuasión a partir del reconocer la legitimidad de sus motivaciones y la confrontación respetuosa de sus razones. Hay que desmontar la operación divisionista cuyo nuevo paso será formar una dirección de la oposición legítima, ¡en el exilio!
Los dos extremismos deben ser confrontados. No sólo con discursos, sino con hechos, iniciativas, eventos, pequeños logros que recuperen la confianza y la credibilidad en el colectivo dirigente que tenga el coraje para asumir, a pesar del paredón de las redes, el retorno a la lucha electoral, única que puede liberar fuerza suficiente para cambiar al régimen y de régimen.
Es importante conjugar el relanzamiento de la oposición democrática con el apoyo a las protestas y movilizaciones que se están activando y generar una nueva clase de consenso, no sólo ente élites partidistas y gubernamentales, sino entre todos los actores relevantes en la resolución del conflicto nacional.
En tercer lugar hay que hacer hegemónica una agenda deslastrada de los dos extremismos y que propenda a la unidad plural, a la asociación de voluntades, articuladas a múltiples formas organizativas, distintas a una coordinadora única.
Mediante Mesas de Ideas, impulsadas por la Asamblea Nacional, en cada uno de estos sectores se puede elaborar un plan compartido para elevar la presión interna y formular las bases para la reconstrucción y renovación de la economía, el Estado y la sociedad.
Es hora de innovar y deslindar para ganar futuro.