Los tiempos oscuros de Nicolás Maduro, por Alonso Moleiro
La presidencia de Nicolás Maduro ha ocasionado el derrumbe de la estructura de gobierno del Estado venezolano. Cuando la gente elabora un criterio en torno la oscuridad administrativa y el tormento cotidiano de hoy vive Venezuela, muchos suelen formular el reparo de que nadie debe olvidar que aquí lo que está germinando es la consecuencia de la prédica chavista extendida en el tiempo, y que lo que Maduro abona como Presidente no es sino el resultado natural de lo que había dejado dispuesto Hugo Chávez antes de morir. Al propio Chávez se le advirtió en incontables ocasiones sobre lo que podría suceder en el país al tomar algunas de sus decisiones más controvertidas.
Maduro sería pues, de acuerdo a esta fundamentada postura, la consecuencia administrativa natural de una nación sometida a 20 años de chavismo. A fin de cuentas, el país está en manos del mismo equipo de gobierno desde 1999: Elías Jaua, Diosdado Cabello, Tarek William Saab, Aristóbulo Istúriz, Ricardo Menéndez, Tania Díaz, Darío Vivas, José Vicente Rangel o Cilia Flores. Aquí y allá, con Chávez o Maduro, se ha tratado, más o menos, de “la misma gente.”
Encadenar una apreciación histórica sobre la obra de gobierno de Maduro al remolque del legado de Chávez, tratándolo como un efecto colateral, o una especie de consecuencia de su prédica, implicaría, sin embargo, aproximarse a Maduro con una benevolencia y una inexactitud que el actual presidente no se merece.
Ha concretado Maduro, desde 2013, una fase superior de la descomposición política y parálisis de la gestión nacional, y un tramo particularmente relevante en el ocaso que vive la República. Bajo su gobierno se ha profundizado la dimensión fallida del Estado venezolano, tomado pos mafias enquistadas en muchos de sus estamentos, y que, además, ha encontrado rotas sus reservas para producir un rebote económico. El propio movimiento chavista ha perdido muchísimos quilates cualitativos como movimiento político, secando su influencia ante las masas y convirtiendo la pasión política en obligación en el tránsito comprendido de Chávez a Maduro.
Más que una simple consecuencia de la prédica incivil y revanchista de Chávez, Maduro es un capítulo particular en la dimensión de la oscuridad y la sordidez que habitan dentro de las entrañas del Gobierno y el Estado de Venezuela.
Bajo su Gobierno sobrevino una crisis cambiaria espantosa, que desembarcó en el país en silencio, y que abrió las compuertas a un calamitoso estado de ruina y escasez, traducido en seis años de contracción económica, con niveles que son un récord en la historia económica del país, y que evaporaron de las arcas de la nuestra nación, bajo componendas corruptas y pactos vergonzosos, millones y millones de dólares.
Durante los primeros dos años, en Miraflores se argumentaba que la depresión económica era la consecuencia de la caída de los precios petroleros, así como ahora se argumenta que es consecuencia de las sanciones internacionales. Ahora que los precios del petróleo se han recuperado, a todo el mundo ha quedado claro que la ruina nacional ha tocado el sistema nervioso central del tablero económico del país, de su piso natural, Petróleos de Venezuela, empresa que ha sido administrada con una inusual torpeza desprolija y corrompida, desmantelando sus refinerías y contrayendo la producción a sus niveles más bajos en 70 años.
Sin la marea del dinero maquillando las cosas, ha sido el gobierno de Maduro el responsable de enseñarle a la nación todas la máculas y taras administrativas del chavismo, movimiento que ha encabezado, en su conjunto, la administración más corrupta de todas aquellas que se han implantado en el poder en el país en sus últimas décadas. Cadivi, Corpoelec, Concoex, Automercados Bicentenario, Mercal, el Seguro Social, la CVG, Odebrecht. Bajo el gobierno de Maduro, por ejemplo, y gracias a esa administración derrochadora e irresponsable, “las misiones”, el emblema bandera de los señuelos electorales del pasado, el argumento natural de cualquier chavista cuando quería hablar de “logros” y “empoderamiento popular” se han convertido en sal y agua. Ya nadie habla de ellas.
Desprovista de dólares para defender cualquier política de precios, empeñados en continuar adelante con los disparatados fundamentos de su programa económico, que alejan la inversión productiva y consolidan la lealtad mediocre, en Venezuela se ha concretado un invierno económico siniestro, y un descontrol sistémico de los precios, que en este momento camina a tocar una de sus más esclarecidas cumbres en el olimpo de las catástrofes sociales latinoamericanas.
Los caminos rurales y urbanos del país quedaron a manos del hampa organizada. Los cortes de luz y agua en zonas occidentales del país han alcanzado hasta 20 horas de duración. La República contrae deudas onerosas con empresas de servicios y multinacionales, que al no ser honradas apuran su salida del país. El colapso de la salud pública ha soltado en silencio los demonios de epidemias y enfermedades transmisibles que habían sido erradicadas. El Gobierno no puede garantizar el derecho a la salud, y la ausencia de medicinas, que no ha querido ser reconocida por Miraflores, se trae el remolque un auténtico holocausto en materia asistencial.
El valor del trabajo quedó reducido a niveles indignos. Profesores, ingenieros, enfermeros, médicos, contadores, publicistas, técnicos superiores, militares, abogados, trabajadores: los venezolanos huyen, caminando o en autobús, en las urbanizaciones y en las barriadas más pobres, ya no por los aeropuertos, sino por las fronteras terrestres del país, frente a las narices de los propios militares que sostienen a Maduro. Lo hacen a cualquier precio, a todo evento, para intentar sobrevivir dignamente en cualquier otro lugar.
El manejo que ha hecho Nicolás Maduro y sus ministros de la hacienda nacional y los dineros de la República ha sido completamente punible. La historia se va a encargar de juzgarlo y no hay operativo de propaganda que pueda con esa realidad. Acaso la continuidad de la Misión Vivienda sea uno de los pocos haberes que aún su gobierno puede enarbolar. Mientras sus aparatos de propaganda le venden a su militancia la barajita retórica de “la guerra de cuarta generación” que, se supone, ha ocasionado, orquestada por el imperialismo, la quiebra de la nación, su torpe administración ha dejado, incluso, sin billetes, sin dinero en efectivo, a ciudadanos que, en este estado de cosas, ni siquiera pueden pedir limosna.
No se ha registrado en toda la historia del país un gobierno que, habiendo asumido funciones con un nivel adecuado de ingresos, haya producido un resultado tan catastrófico, tan amateur, tan imperdonable, un daño tan hondo, unas consecuencias tan nefastas, como este de Maduro. Por eso es que el recuerdo del propio Hugo Chávez, el padre fundador de todos estos males, luce a la distancia hasta benévolo y conducente.
Maduro no es un recado que dejó Chávez: ha sido un presidente que ha adelantado un gobierno deletéreo, dañino, violento y represivo durante seis largos años. Junto a lo más elemental de la política venezolana del siglo XIX, reposando frente a los gobiernos más mediocres, nepóticos, irresolutos y dispendiosos, junto a los Monagas, a Falcón y a Julián Castro, reposará el recuerdo de esta particular versión tropical de Nerón, que ha colocado a Venezuela en la cola de América Latina, y que, aún así, ha tenido los arrestos suficientes para organizar una parodia consultiva que hiciera posible su fraudulenta, discutible, irónica y cuestionable reelección presidencial.