A merced del saqueo, por Gregorio Salazar
Twitter: @goyosalazar
Muy poco tiempo duró la cifra de 3 mil millones de dólares como supuesto monto del último golpe de la corrupción roja-rojísima contra el tesoro público en la continuación de la ola saqueadora que ha envuelto al país en lo que va del siglo XXI.
Fue uno de los propios diputados del PSUV, Hermann Escarrá, quien el día de sesión de la Asamblea Nacional, a menos de una semana de haberse destapado el nuevo megarobo en Pdvsa, declaró a VTV que también se habían zampado dos bocados aún más suculentos: uno por $ 8 mil millones y otro por $ 12 mil millones.
Y lo declaró así, con la solemnidad y la prosopopeya acostumbrada, en contradicción con la pose habitual y característica de un reportero del canal 8, que se exhibe siempre ufano, siempre campante, modo dientes pelados, como si viviera el mejor de los mundos posibles.
No hay razones para dudar de las afirmaciones de quien tanto se ha adentrado y recorrido los vericuetos de las entrañas del monstruo, revolucionario en este caso, lo suficiente como para merecer la encomienda delicada y suprema de redactar el proyecto de constitución que habría de sustituir a la que había dejado Chávez en el 99.
Y en eso se quedó: en docto y magno proyecto (es un decir) que nunca vio la luz después que la constituyente espuria del 2017 cumpliera su real propósito de suplantar a la AN surgida del voto popular en el 2015. Ese abuso sin límites del poder, por cierto, también es corrupción y tal vez peor para la supervivencia de una sociedad civilizada que la del milmillonario botín en dólares.
Ni Escarrá, ni Maduro ni nadie en este país sabe verdaderamente –ni se sabrá, por supuesto– las magnitudes de los robos en PDVSA, aquella eficiente empresa estatal hoy convertida en guiñapo por la destrucción y abandono de sus instalaciones, la desinversión y el saqueo de los recursos que el paupérrimo pueblo venezolano quisiera ver destinados a resolver sus más acuciantes problemas.
Un robo de 23 mil millones de dólares, que es la suma de lo señalado por Escarrá, no se planifica y ejecuta con la celeridad de un arrebatón en la avenida Baralt. Ha sido necesaria la orquestación, la planificación, la gavilla a los más altos niveles y la conformación paso a paso, día tras día, de una red, una banda –¡cuántas habrá!– de sujetos faltos de todo escrúpulo –pero expertos en vociferar delirantes zarandajas revolucionarias hacia las bases– para dedicarse al robo descarado de embarques completos de petróleo y combustible. Dicen que a mayores niveles que el presupuesto nacional de todo un año.
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Puede ser petróleo, oro, chatarra o lo que sea. Pero como lo ocurrido ahora no es una excepción, lo que se evidencia con estas horrendas corruptelas de galácticas dimensiones es que son posible gracias a que en Venezuela, desde la llegada de Chávez, comenzó el desmontaje de toda la institucionalidad que debe poner freno a los desmanes contra la cosa pública. No es que fuera muy brillante en el pasado pero, con razón o sin ella, fue capaz de llevar a la cárcel a un presidente de la República
Hoy que Maduro y la íntima cúpula de donde salieron los perversos cocineros de esta nueva olla podrida pretenden erigir a Chávez en adalid de la lucha contra la corrupción, hay que rechazar tal pretensión como el mayor contrasentido, el más insólito absurdo y la más inaudita falta a la verdad.
Y para sostenerlo basta pasear la mirada por el desolador panorama de una institucionalidad dócil y postrada a los pies de la rosca del poder. ¿Quién corrompió a las Fuerzas Armadas? ¿Quién secuestró el Poder Judicial, comenzando por el TSJ? ¿Quién envileció el Ministerio Público? ¿Quién hizo de la Contraloría un cómplice necesario? ¿Quiénes acabaron con la función contralora del poder legislativo?
Una labor de socavamiento institucional que comenzó desde la llegada al poder y que hoy presenta este triste espectáculo que escandaliza al mundo. Un sistema bien ramificado, hoy consolidado y muy bien amparado por la impunidad hasta los límites de la impudicia.
Como prueba más reciente basta el botón del acuerdo emanado de la Asamblea Nacional, pródigo en adulaciones a Maduro, y en el cual asoma de manera protuberante la claudicación de su función contralora.
Ni un solo paso da de manera autónoma la AN para asumir el rol que en una sociedad democrática le correspondería en el campo de las investigaciones para llegar hasta el fondo de la verdad en semejante affaire.
Habrá episodios como estos últimos, en los que las rivalidades o rencillas grupales harán que se imponga quien más poder tenga para desalojar al otro. Pero no habrá variación en el espíritu contumaz de negación a toda forma de control institucional, a menos que sea ejercida de manera unipersonal y sectaria, y hasta donde lo recomiende el particular interés de quienes no están dispuestos a dejar el poder, todo el poder.
Ese espíritu quedó muy bien reflejado en aquel episodio donde la periodista Beatriz Adrián le preguntaba a Cilia Flores, quien ejercía la presidencia de la AN, cuándo el Legislativo investigaría por fin la pérdida de miles toneladas de alimentos descompuestos en los hangares de Pedeval. La respuesta que dejó caer la ilustre diputada, en desenfadado e imperturbable gesto fue: «Nunca, Beatriz, nunca…».
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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