Abdala, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
El amor, madre, a la patria
No es el amor ridículo a la tierra,
Ni a la yerba que pisan nuestras plantas;
Es el odio invencible a quien la oprime,
Es el rencor eterno a quien la ataca…
José Martí. Abdala, 23 de enero de 1869
No recuerdo a la mía como una adolescencia precisamente feliz. Crecí en la Venezuela baby blue, la del «tucu-tucu-tucutúúú»; el país de la «gente bella» que salía en masa por Maiquetía en cualquier fin de semana largo a bordo del famoso vuelo 445 de la Pan American en viaje a la que era su meca —Miami— para con los bolsillos repletos de dólares canjeados por una moneda obscenamente sobrevaluada —el bolívar de entonces— comprar bien barato y siempre llevar a casa, de cada artículo, por lo menos dos unidades.
Muchacho excesivamente criticón, con bigotico a lo Diego de La Vega y calada la boina azul a la usanza de los universitarios del 28, no era yo muy bien visto en aulas de colegios y fiestas de quinceañeras a las que solo estaba invitada gente oficialmente dichosa. Mis padres, con la crianza tan zuliana como conservadoramente católica que nos inculcaron a mis hermanos y a mí, de alguna manera intuyeron que el festín nacional de la llamada «Gran Venezuela» de los 70 a nada bueno podía conducirnos como país. De allí que nosotros, a diferencia de buena parte de la middle class caraqueña de entonces, jamás tuvimos Disneyworld ni campings de verano en Vermont: en mi casa, las vacaciones eran en Maracaibo, con la abuela, y viajando a bordo de los buses de Expresos del Lago.
Me acompañaron en aquellos años de difícil mocedad mis libros, muchos de los cuales todavía conservo. Modestísimas ediciones adquiridas hasta por tres bolívares de entonces —unos 70 centavos de dólar— que me introdujeron en los textos de autores cuya obra fue cincelando poco a poco la manera de ver las cosas de un adolescente empeñado en no querer pasar por el aro. Quizás por eso nunca fui el alma de ninguna fiesta ni jamás me convocaron a integrar la «cuadrilla» en los bailes de debutantes, con aquella pinta de mozo «termocéfalo» y tirador de piedras que yo tenía, alucinando siempre con Jean Valjean y las banderas del Ariel del uruguayo Rodó. Lo mío eran los versos y pocos calaron tanto en mi espíritu como los de Abdala, el primero y más grande poema dramático de apóstol de la libertad de Cuba José Martí.
*Lea también: Acta de Independencia de Venezuela, 5 de julio de 1811, por Rafael A. Sanabria M.
Tendría Martí unos 15 años cuando lo publicó en el periódico La patria libre de La Habana. Era el mes de enero de 1869 y Cuba, con las Filipinas y Puerto Rico, era la última joya del otrora inmenso imperio español de ultramar. Abdala, el «muchacho» del poema, era todo lo que de valiente y noble un adolescente podía aspirar ser. ¡Abdala de mi juventud! ¡Abdala pasión, Abdala pureza, Abdala abnegación! ¡Abdala entrega heroica a una causa superior, capaz del sacrificio llevado al límite de la inmolación como la del propio Martí en Dos Ríos en la fatídica tarde del 19 de mayo de 1895!
Ha querido la mala savia de los comunistas unir al dulce nombre del héroe martiano la pésima fama de una pretendida vacuna elaborada por los laboratorios del régimen heredero de los Castro. Abdala la han llamado, como sin ningún pudor antes llamaron Mambisa a su fracasada e inservible antecesora.
¡Para lo que quedó el nombre que tomara para sí la heroica negrada que a golpe de machete puso de rodillas a los soldados de la regente María Cristina! Le toca el turno ahora a Abdala como sinónimo de chapuza, al extremo de que la sola mención de aquel nombre que me inspirara en mis años juveniles aluda hoy a contubernios, a negociados entre nomenklaturas y, peor aún, a violaciones a toda noción de moral médica.
Pocos iberoamericanos amaron más a Venezuela que José Martí. «Deme Venezuela en qué servirla», escribió a su amigo Fausto Teodoro de Aldrey la víspera de su partida a Nueva York el 27 de julio de 1881, «en mí tiene a un hijo». La poesía martiana llegó a metérsenos en el alma a los venezolanos al punto de que ¡hasta en nuestros festejos familiares nunca faltó quien, echando mano al cuatro, glosara quizás sin saberlo los Versos sencillos del gran cubano al entonar la popular Guantanamera!
Hoy evoco con pesar la poesía de José Martí, manoseada por el régimen que en La Habana terminó sustituyendo al colonial: ¡porque hasta los apellidos de sus actuales élites son poco más o menos los mismos que los de aquella otra! No hay «mambises» en el Comité Central del PCC ni se vio jamás a moreno alguno integrando el elenco de los «comandantes» de la revolución. ¡Caterva de pandilleros que pretenden compararse con el noble Céspedes y los varones que con él lanzaron el primer grito de libertad en Yara en 1868! ¡Mercaderes de lo mejor de alma cubana que a este desgraciado país nuestro vuelven siempre en plan de expoliar apelando a lo que sea, incluso a la tragedia mundial de una epidemia!
Venezuela repudia a quienes prostituyen la rica herencia martiana. Sus constantes abusos y sus desmanes han terminado por granjearle, como reza el verso del apóstol, la justificada repulsa de un pueblo que como el venezolano nunca aprendió a odiar.
Repudio que está centrado en los jefazos del castrismo, nunca en el cubano con el que la vida y la historia nos hermanara hace años a fuerza de batazos en el béisbol y de ritmos y canciones compartidos de un lado a otro de ese mare nostrum que es el Caribe. A todos ellos nuestro renovado afecto; para ustedes truchimanes de boina roja, el desprecio que en este país se han ganado a pulso.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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