Acción democrática vive, por Américo Martín
La historia no se repite, ¿cuántas veces habrá que decirlo? Hay, sin embargo, analogías tan impresionantes que inducen a volver al mismo tema, porque vale la pena aprender de ellas. En los días que corren, AD -el partido fundado por Rómulo Betancourt en 1941- está siendo sometido a tan vesánico maltrato que recuerda los sufridos por esa organización política el 24 de noviembre de 1948, cuando una dictadura militar derrocó al presidente Rómulo Gallegos, ilegalizó a AD, envió a la cárcel a la plana mayor del gobierno y del partido y persiguió como lobos sanguinarios a su tenaz jefe, Rómulo Betancourt.
La dictadura creyó que el partido de la blanca bandera se disolvería sin mayor resistencia, pero fue lo contrario: AD dictó una cátedra de heroísmo que se devolvió contra sus perseguidores.
Estando en forzado exilio Rómulo Betancourt, Leonardo Ruiz Pineda asumió la Secretaria General clandestina, iniciando también la página dorada del martirologio más noble, con más víctimas, desde la sórdida tiranía de Juan Vicente Gómez. Leonardo fue asesinado en San Agustín del Sur el 21 de octubre de 1952. En homenaje a su memoria y a la de Alberto Carnevali, dijo Betancourt:
No está con nosotros Leonardo, capitán de la resistencia venezolana. No está con nosotros Alberto Carnevali, quien se llevó a la tumba su gran secreto de estadista y estratega revolucionario.
En aquellos días el peso de la resistencia recayó sobre los hombros de AD, brotaron del corazón sus consignas, algunas sectarias, pero profundamente explicables: ¡AD vive! En el reto casi personalizado contra la agresión, había algo muy digno en esas consignas que se pintaban en las paredes en la oscuridad de la madrugada.
Pero se hizo necesario repartir la carga entre todos los partidos, porque todos merecían participar en la lucha. Era Venezuela salvando a Venezuela y la unidad era la luz que visualizaba el camino. El ensañamiento contra la militancia adeca no paraba y la resistencia se redoblaba. Los militantes de cualquier nivel aprendían la lección de resistir la tortura y de afrontar la muerte, la lista parcial de víctimas la recordó nuestro inolvidable José Agustín Catalá al editar el libro Venezuela bajo el signo del terror, cuyo denso y vibrante prólogo redactó Leonardo.
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Entre asesinados y torturados, los adecos despertaron admiración mundial que recogieron con dignidad sin par Gallegos, Andrés Eloy Blanco, Betancourt y los muchos exiliados y “enconchados” que seguían luchando en las catacumbas. Algunos fueron desfigurados, muertos a golpes, como el valiente Castor Nieves Ríos el 4/10/52, o el temerario Capitán Wilfrido Omaña, asesinado en la plaza de Las Tres Gracias el 24/02/53. Muertos Leonardo y Alberto, el poeta Antonio Pinto Salinas asume la Secretaría General, que era como el pasaporte al cementerio, y efectivamente, fue asesinado a mansalva el 11/06/53.
Copei y URD, con Caldera y Jóvito a la cabeza, fueron intensificando su oposición y lucha que tuvo un momento estelar en la Constituyente de 1952 convocada por Pérez Jiménez para perpetuarse en el poder. AD había aprobado la convocatoria de la huelga petrolera para sumar ese poderoso movimiento al elenco instrumental de la lucha. Atemorizado, el presidente de la Junta Militar -Delgado Chalbaud- envió al “Chicho” Heredia, un antiguo comunista –ahora amigo del presidente– quien guardaba viejas relaciones afectuosas con Gustavo Machado, Jesús Faría y Pompeyo Márquez. Les transmitió este mensaje:
Mis relaciones con Marcos se han puesto tensas, yo aspiro democratizar el país y espero que ustedes no sean excluidos de la política como ha ocurrido con AD. Les pido que no participen en la huelga, salven su legalidad y me ayuden en la Constituyente a restablecer la democracia.
Una de las poderosas razones del enorme afecto que hasta el final siempre le tuve a Pompeyo fue, porque en lugar de aprovechar esa oportunidad para conservar su legalidad y escapar de la segura represión que sobrevendría, el líder del PCV ni siquiera llevó, por indigna, esta propuesta al Buró Político de su partido y acompañó a AD a soportar una cruenta represalia que lo convirtió en el segundo partido ilegalizado por decreto, hecho que ocurrió el 13/05/50.
La oleada de presos, en su mayoría de AD, ahora también del PCV y paulatinamente de Copi y URD, democratizó el heroísmo. En el campo de concentración de Guasina adecos y comunistas aproximaron sus afectos mirando los colmillos de los lobos que los martirizaban. Allí estuvieron, por cierto, mis valientes tíos Luis José, Federico y Gerardo Estaba, quienes nunca dejaron de reír en forma estentórea, aun viéndole el rostro a la muerte.
El asesinato de Ruiz Pineda impuso un viraje en AD, en dos grandes cuestiones: la urgencia de la Unidad Nacional y la necesidad de respaldar a Jóvito y a URD en las elecciones de la Constituyente. Jóvito tuvo su gran hora, con su extraordinaria oratoria levantó la emoción del país y consolidó la unidad de los partidos democráticos. En un mitin en el Nuevo Circo, una representación de la juventud de AD se acerca al sobresaliente tribuno:
Queremos –le dicen– que exalte la memoria de Ruiz Pineda, cuya sangre vertida es un testimonio.
Jóvito se levantó como un gigante y al mencionar al héroe caído, las tribunas resplandecieron de pañuelos blancos, el color del partido que los nuevos malvados pretenden arrebatarle otra vez a la AD de Rómulo Betancourt y Ruiz Pineda, hoy bajo la enérgica dirección de Ramos Allup.
Permítanme exhibir tres conclusiones. Primera, los partidos democráticos, movidos por la fe, resisten mucho más de lo que esperan quienes pretenden destruirlos. Y eso es válido para AD, Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo, Voluntad Popular, Causa R y los que están en trance de recibir la misma medicina. Segunda, la represión militar nunca aprende que sus actos contra fuerzas democráticas verdaderas, destruyen al principio, pero también facilitan la unidad nacional sin exclusiones que termina sobreponiéndose a los destructores. Tercera, la unidad, amplia y sin exclusiones, concebida en su doble condición de espíritu y fuerza material, está consagrada y destinada a desarticular las más siniestras maquinaciones y por eso es la primera lección que deben aprender los ciudadanos y las organizaciones democráticas.