Achicharrado, por Teodoro Petkoff
Renunció el capitán Vielma Mora a la superintendencia de las aduanas. No necesita dar explicaciones; el solo acto de su renuncia es suficientemente elocuente. Renunció porque lo encargaron de una tarea ciclópea (nada más y nada menos que limpiar las aduanas) y lo dejaron solo. Las mafias aduaneras se han comido ya a varias generaciones de funcionarios que recibieron el cometido de sanearlas. Vielma es la última víctima. Es el último símbolo de este gobierno palabrero y charlatán, que se agota en el discurso pero es incapaz de hacer nada con las manos y lo poco que hace lo deshace con los pies.
Limpiar las aduanas es todo un programa de gobierno. Es mejorar sustancialmente la recaudación fiscal porque por ellas se fugan miles de millones que se dejan de pagar. Es liberar a importadores y exportadores de la matraca a que son sometidos y que forma parte de los costos que luego paga el consumidor. Es eliminar un foco delictivo en pleno corazón de la administración pública. Desde luego, no es nada fácil. Son demasiados los intereses involucrados en ese mundo. Intereses que se respaldan entre sí y que se alimentan mutuamente. Ese árbol tiene también tres raíces. Una se hunde en el mundo de determinados agentes aduanales y navieros, vinculados a ciertos importadores. La otra se mueve en el espeso follaje de la burocracia civil del Seniat. La tercera, con mucho la más potente y robusta, tiene ramificaciones capilares en la Guardia Nacional. De hecho, el de las aduanas es ante todo un problema militar. Las tres raíces conforman una maraña compleja, milmillonaria y totalmente carente de escrúpulos. Cortar ese nudo gordiano requiere primero que nada voluntad política y luego un equipo a lo Elliot Ness, un grupo de «intocables», con todo el respaldo de las máximas instancias del poder.
Si algún gobierno ha estado especialmente bien dotado para acometer con éxito el colosal esfuerzo de darle al país un sistema aduanal decente, ha sido este. Tuvo el mandato popular y el ascendiente militar necesarios para cumplir su misión. Hasta ahora no ha podido. El ex capitán Vielma Mora es la última expresión de ese fracaso. No se le puede culpar. Puso empeño en el trabajo y corrió los riesgos inherentes a él. Pero ya en las últimas semanas había comenzado a ser, muy a su pesar, una figura patética, implorando por un decreto de emergencia que nunca llegó. Su figura solitaria y abandonada es el emblema de un grupo de conspiradores militares que 30 meses después de haber arribado al gobierno continúa sin saber qué hacer con él. Las buenas intenciones (que en el caso personal de Vielma Mora son indiscutibles), están naufragando en un océano de incompetencia, asfixiadas por la hueca garrulería del líder y por la casi total carencia de brújula