Afganistán y la mujer, por Griselda Reyes
Twitter: @griseldareyesq
No soy ni intento ser experta en Medio Oriente. Parto de esta premisa para dejar claro que hoy no debe importar el punto del globo terráqueo donde te encuentres para defender la igualdad de género y condenar el retroceso que supone, para las mujeres afganas, la llegada de los talibanes al poder.
Es una cuestión de sentido común el salir en defensa de nuestras iguales que han quedado absolutamente desamparadas frente a uno de los más arbitrarios y violentos grupos extremistas de nuestros tiempos.
Esto debe ser una causa común a enarbolar, para que esas mujeres que habitan en el Emirato Islámico no tengan que retroceder al siglo XVI y vivir de nuevo sus atroces prácticas, entre ellas lapidaciones, amputaciones y ejecuciones públicas.
Desde el pasado domingo, cuando combatientes talibanes tomaron Kabul, la capital afgana, he visto el pánico y caos generado tras la caída del gobierno liderado por Ashraf Ghani, y la salida de Estados Unidos de Afganistán, luego de dos décadas.
Entre las cosas que observo con profundo dolor están todas las limitaciones que este hecho supone para las mujeres, niños y minorías étnicas, quienes quedan en una situación extremadamente difícil. Estamos frente al más absoluto irrespeto de sus derechos humanos.
Tal vez para muchos en Occidente parezca demasiado lejano, o incluso inverosímil, lo que ocurre en Afganistán. Pero perder, de un día para otro, los pocos derechos que mujeres, niños y minorías étnicas habían conquistado es simplemente inaceptable.
Insisto, no soy experta en el tema, pero por lo que he investigado al respecto, a las mujeres se les prohíbe terminantemente trabajar fuera de sus casas, pero también realizar actividades fuera de ella, a menos que estén acompañadas de un hombre: sea su padre, hermanos o marido. Tampoco pueden negociar con hombres y menos ser tratadas por médicos masculinos.
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Les queda totalmente prohibido estudiar en escuelas, universidades o cualquier otra institución educativa, sometiéndolas a la más absoluta oscuridad intelectual. Las mujeres tienen que volver a llevar burka, esa pieza de vestir negra que las cubre de la cabeza a los pies, hasta el punto de que asomar los tobillos las expone a ser azotadas públicamente.
El régimen talibán también autoriza azotes, palizas y abusos verbales contra las mujeres que no se vistan de acuerdo con las reglas talibán o que salgan sin compañía de su padre, hermanos o marido. Y, peor aún, autorizan la lapidación pública contra las mujeres acusadas de mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio.
La mujer afgana tiene prohibido usar maquillaje; hablar o estrechar las manos de hombres que no sean su padre, hermanos o marido; no se puede reír en voz alta; tampoco puede escuchar música ni ver televisión; tiene prohibido usar zapatos de tacón. No puede abordar taxis sin la compañía de su padre, hermanos o marido y se le prohíbe asistir a programas de radio o televisión y a reuniones públicas de cualquier tipo.
La mujer afgana, bajo el régimen talibán, tiene prohibido practicar deportes o entrar en cualquier club deportivo; no puede montar en bicicleta o moto; y la ropa no puede llevar telas de colores vistosos porque para el talibán estos son «sexualmente atractivos». Es más, se les prohíbe el uso de pantalones, aun cuando estén debajo de la burka.
También se les impide reunirse con motivo de fiestas o con propósitos recreativos; tampoco pueden lavar ropa en los ríos o plazas públicas ni pueden asomarse a los balcones y ventanas de sus casas.
El régimen talibán ya está eliminando toda la nomenclatura de calles y plazas que incluyan la palabra «mujer», y prohibió la existencia de imágenes de mujeres impresas en revistas y libros y en las vitrinas de casas y tiendas. Las mujeres afganas no pueden ser fotografiadas y tampoco pueden abordar el mismo autobús que los hombres.
Imaginemos ese escenario y pongámonos por un instante en los zapatos de esas mujeres e intentemos sentir lo que ellas están enfrentando: terror, sumisión, frustración y un enorme temor de saber que en cualquier momento, y sin proponértelo, puedes ser la próxima víctima de un fundamentalista.
¿Estaremos frente a lo que supondría un enorme conflicto bélico para la humanidad si la comunidad internacional intentase poner freno a esto? No lo sabemos. Pero lo único cierto es que las mujeres afganas están enfrentando tiempos muy oscuros.
¿Qué puede pasar por la mente de una mujer que dice que prefiere que su hija muera antes de caer en manos de un talibán? Es el pánico apoderado de ellas; es el saberse vulnerable ante sujetos retrógrados y fanáticos que humillan a mujeres con los peores castigos.
Reitero la frase que pronunció el pasado lunes Malala Yousafzai: «Debemos tomar posturas valientes para defender a las mujeres y las niñas». Lo dice quien en 2016 fue tiroteada por los talibanes por el simple hecho de asistir al colegio. Su lucha por los derechos humanos de las mujeres afganas le valió el Premio Nobel de la Paz.
Y, hasta el momento en que escribo estas líneas, no sabemos el destino de la única alcaldesa afgana, Zarifa Ghafari, quien al ser consultada sobre la caída del gobierno, solo manifestó: «Estoy en mi casa esperando que me vengan a matar». Tiene apenas 29 años y en su corta vida una trayectoria importante en defensa de los derechos de las mujeres de su país.
Como miembro verificada del Comité de Mujeres Líderes de las Américas hoy alzo enérgicamente mi voz contra el trato inhumano hacia las mujeres de Afganistán.
Imaginemos por un momento que se censura a las mujeres a la hora de escoger sus carreras universitarias, o se les asigna un guardián hombre sin el cual no pueden moverse. ¿Cómo surgirían entonces las líderes que ayudarán a cambiar el mundo?
No podemos permitir que muchas más mujeres sean tiroteadas, azotadas, apedreadas, para abrir los ojos. ¿Cuántas mujeres afganas murieron a manos del régimen talibán antes de que Malala Yousafzai sobreviviera para contarlo?
Si mujeres como la Madre Teresa de Calcuta, Diana de Gales o Margaret Tatcher –por mencionar algunas– hubiesen nacido en la Afganistán talibán, no habrían podido contribuir a hacer de la tierra un planeta mejor.
Teresa de Calcuta no habría podido ejercer su apostolado a favor de los más desposeídos en la India y mucho menos en los países donde logró instalar su misión. La altruista Diana De Gales no habría asistido a los grupos vulnerables que tanto ayudó. Y Margaret Thatcher, que dirigió sin vacilar el destino de los británicos en los últimos y difíciles años de la Guerra Fría, y cuyas decisiones cambiaron la economía británica y europea, tampoco habría dejado su huella.
Las mujeres somos capaces, al igual que los hombres, de prepararnos y trabajar para hacer de este planeta un lugar más humano. Por eso el mundo debe hoy condenar y frenar estos hechos inenarrables.
No permitamos que más mujeres afganas –y de otras nacionalidades que viven en países dominados por regímenes fundamentalistas– sean reducidas a roles exclusivos de la casa y cuidado de los hijos; que sigan siendo un botín de guerra y menos un laurel de la fuerza y superioridad de los hombres.
Grisela Reyes es empresaria. Miembro verificado de Mujeres Líderes de las Américas.
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