Aguas de marzo, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
“É pau, é pedra,
É o fim do camino…”
(“Es un palo, es una piedra,
Es el final de un camino…”)
Antonio Carlos Jobim, Aguas de Março (1974)
Cien horas sin electricidad. Una semana sin agua. Nunca lució más frágil la Venezuela “potencia” a cuyo nombre se inflaban los mofletes los generales chavistas y la nomenklatura roja. ¡Vaya potencia esta, que ni accionar la palanca del inodoro de casa puede! Son viviendas, escuelas y hospitales sin una gota de agua.
En el mío, los familiares acompañantes de los enfermos hicieron de la fuente de la Plaza de las Tres Gracias, cercana a la Ciudad Universitaria, su pozo acuífero preferente. De modo que hasta los pies de la Thalía, de la Aglaia y de la Efrosina de Antonio Canova, magníficamente copiadas en mármol por Ceccarelli por los años 30, fue a dar aquella grey de sedientos armados con tobos, botellones, ollas y pimpinas.
Cualquier recipiente resultaba bueno cuando de acarrear un poco de agua para el aseo del enfermo y hasta para aplacar un poco su sed se trata. De la calidad de tales aguas nadie osó hacer pregunta alguna: porque en la Venezuela de la revolución, los escrúpulos basados en la higiene son un lujo para quienes tienen tres meses sin ver salir el “vital líquido” de sus grifos o buscan qué comer entre los basurales.
Al momento de escribir estas líneas, miles de venezolanos en las ciudades del interior del país deambulan entre parques, quebradas y laderas de cerros buscando agua. El agua apta para el consumo humano ha sido desde siempre signo de civilidad. “In aqua sanitas”, escribió Plinio El Viejo. No por casualidad los romanos, al fundar sus ciudades, lo primero que le construían era su acueducto, algunos de los cuales – emblemáticamente el de Segovia- todavía siguen en pie.
A los derechos humanos llamados “de primera generación” – los derechos civiles y políticos hijos de la Revolución Francesa- siguieron los de “segunda generación” o derechos sociales, inspirados en aquella magnífica constitución mexicana promulgada en Querétaro en 1917 de cuyo centenario nadie aquí se acordó en medio del desenfreno oficialista celebrando los 100 años del “putsch” bolchevique de ese mismo año.
Siguieron después los derechos de “tercera generación”, el acceso al agua potable entre ellos. Técnicamente hablando, una persona necesita al menos 50 litros de agua al día para satisfacer sus necesidades de consumo y aseo. Fuera de las camarillas del chavismo, ¿quién en Venezuela goza de tal privilegio?
La democracia venezolana previó tales necesidades y planificó las obras civiles necesarias para su satisfacción. En Caracas, los sistemas llamados Tuy I, II y III, pensados para una ciudad bastante menos poblada que la actual, aún tratan de hacer fluir agua para abastecer a una Caracas situada a 760 metros sobre el nivel del mar apoyándose en un sistema de bombas eléctricas que para nada sirvieron ante el otro gran colapso generado por el chavismo: el del gigantesco complejo hidroeléctrico del Guri.
Construida también por la democracia, aquella gran central hidroeléctrica, tenida entre las más grandes del mundo, quedó reducida a chatarra en manos de militares ineptos. Y no se diga que no se advirtió, que a la lectura de Geoffrey Regan remito
Los planificadores de la democracia venezolana incluso llegaron a pensar un cuarto sistema, el Tuy IV, cuya ejecución quedó suspendida entre las nubes de las corruptelas y del tiempo como aquel raro elefante de hierro y mármol que mandó construir Napoleón Bonaparte en el sitio donde un día se levantara la Bastilla.
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En lo atinente a manejo de redes de agua potable, el saldo tras 20 años de calamitosas administraciones militares está a la vista: un severo brote de hepatitis a virus A nos asola, con víctimas fatales incluidas. Recientemente fue en Anzoátegui, donde la parca cobró la vida de doce niños venezolanos cuyos pequeños cuerpos azotados por la desnutrición no pudieron contener el embate del bacilo descrito por el gran bacteriólogo japonés Kiyoshi Shiga hacía siglo y medio: la terrible Shigella.
Las imágenes llegan ahora desde la propia Caracas, con venezolanos saltando a las riberas del río Guaire en procura de un poco de agua. Desde bastante antes del apagón ya acumulaban 60 y hasta 90 días sin una gota y se baten ahora por conseguirla sin reparar en su peligroso origen. Se suma así a la ya lamentable estética del chavismo, siempre pletórica de camionetas 4×4, de escoltas con cara de asaltante de banco, de funcionarios de medio pelo luciendo chalequitos rojos, de generales sin batallas pero con más medallas al pecho que un mariscal ruso y de siliconadas mujerzuelas amantes de turno de algún “chivo” del régimen, la escena desgarradora de familias con niños pequeños acarreando aguas cloacales para beber.
Tales son las “aguas de marzo” que corren hoy por Venezuela y que tan distintas lucen de aquellas a las que a dúo cantaran Antonio Carlos Jobim y la siempre entrañable Elis Regina por allá por los setenta. “El chavismo ha puesto a los venezolanos a buscar aguas fecales para beber”, denunciaba el diputado popular español González Pons ante la Eurocámara hace pocos días.
Como en el célebre relato garciamarquiano, el chavismo nos puso como aquel coronel sin corresponsal que le escribiera que un buen día se quedó sin tener qué comer. Pero como también dice el verso de la célebre pieza de bossa nova de los sesenta: esto también será un fin de camino. Hasta aquí ha de llegar la infamante historia de humillaciones de la militarada chavista a este sufrido pueblo. Así no podemos seguir. Así no vamos a seguir. Por Dios que no.
Referencias:
Regan, Geoffrey (2007) Historia de la incompetencia militar. Planeta, Madrid, 409p.