Albert Speer, memorias y IV, por Ángel R. Lombardi Boscán
«– Estoy incondicionalmente con usted, mi Führer».
Es agotador historiar a bellacos. Mucha gente cree que la sustancia de la Historia son gente noble y buena como los héroes. La realidad es que la mayoría de los seres humanos fueron y son víctimas de unos pocos malvados. Para los historiadores sensibles es imposible la neutralidad. Y mucho menos callar ante la tragedia.
Para los historiadores del presente, bajo el cobijo de la prosperidad y la vida tranquila en sociedades ordenadas, el Nazismo fue un horror al que se le trata con indiferencia. En cambio, si vives en países y sociedades como la venezolana, cuya irracionalidad coincide con la demencia germánica que condujo a la inmolación de 60 millones de personas, te toca la fibra de una forma torturante.
¡Ya pude terminar las 1000 páginas de las Memorias de Albert Speer! Albert Speer (1905-1981), arquitecto y ministro mimado de Hitler, me terminó produciendo una gran repugnancia. Fue otro Adolf Eichmann, aunque según su propia y ladina confesión: con las manos limpias. Se excusa que sirvió a Alemania y no a Hitler. Lo cierto del caso es que fue cómplice muy activo del horror del Nazismo ya que formó parte de la alta jerarquía del alto mando alrededor de Hitler. Y nunca protestó o se rebeló contra ello. Y si lo hizo su sinceridad es sospechosa.
Albert Speer ni se enteró de Auschwitz. Y si se enteró miro a un lado. Lo suyo según él era atender la parte «técnica» de la maquinaria de guerra Nazi. Hitler lo convirtió en su protegido. Y eso explica su disimulo y complicidad ante el horror que él mismo ayudó a crear.
Lo atractivo de la parte final de las Memorias de Speer es el cuento que nos propone sobre la caída del villano mayor. Un Hitler derrotado es una forma de descubrir la venganza. Hitler ante la adversidad suprema nunca se rindió. Atribuyó su derrota a los mismos alemanes incapaces de estar a la altura de su misión personal en la construcción del Tercer Reich. La insania de Hitler contaminó a toda la sociedad alemana. De haber ganado su traición no existiría y sus crímenes serían blanqueados.
Ante lo inevitable los jerarcas nazis se refugiaron en la fantasía. Las armas milagrosas iban a torcer una derrota cantada. Que si el gas; que si el “rayo de la muerte”, un arma electromagnética; o las bombas volantes; o los cazas a reacción; y finalmente algunos escarceos nada promisorios para producir la bomba atómica. Lo que les pasó de verdad es que se quedaron sin gasolina; sin armamentos; sin soldados y sin espíritu de lucha para confiar en la victoria sobre un enemigo superior que le atenazó tanto por el frente Occidental como por el Oriental desde el año 1942. La bravuconada de Hitler se deshizo como un castillo de naipes.
La «Operación Walkyria» salvó ante la Historia al ejército alemán y a unos civiles que no estuvieron dispuestos a convalidar la ruina de Alemania sin intentar detener al Cabo devenido en Führer. El 20 de julio de 1944 la bomba que falló pudo haber detenido la guerra y reivindicado una justicia histórica que en la práctica no existe, aunque alimente las ensoñaciones de un bien restablecido.
Ya Speer aquí en su relato es un testigo explícitamente cínico y contrafactual que dice toma partido al lado de los conjurados sin ser conjurado. Ya aquí sabe que el fin es inevitable y que la ira de Hitler es mayor contra los propios alemanes que contra los invasores. “Si el pueblo alemán sucumbe ahora en esta lucha es que ha sido demasiado débil. Si es así, no habrá resistido su prueba ante la Historia, por lo que en tal caso su destino no podría ser otro que el hundimiento”. Esto es de Hitler.
Los que hicieron la muy buena película alemana: Der Untergang (El Hundimiento) del director Oliver Hirschbiegel del año 2004 tuvieron que utilizar estas Memorias de Speer que comentamos. Ya que el retrato de Hitler que se nos presenta a través de la magistral actuación de Bruno Ganz coinciden con lo que ahí se señala
La política de tierra arrasada quiso ser resistida por Speer con escaso éxito. Este será su principal argumento de su propia defensa en el Juicio de Nuremberg cuando fue acusado como criminal de guerra. Y que “sólo cumplía órdenes”. En realidad, su “éxito” como ministro de Armamento se sostuvo por la mano de obra esclava de los millones prisioneros de guerra de los países invadidos.
La Batalla de las Ardenas (16 de diciembre de 1944-25 de enero de 1945) fue la última gran ofensiva de Hitler que menospreció la capacidad combativa de los estadounidenses y se llevó el último gran varapalo de su decepcionante carrera como conquistador militar. Sin aviones, procuró bajo el efecto sorpresa, partir en dos mitades a las fuerzas inglesas y estadounidenses acantonadas en Bélgica. Luego de este fracaso se impuso la inercia de una fatalidad bajo los dictados de un Hitler obstinado en acordar la rendición recluido en su bunker y dando ordenes a divisiones imaginarias.
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«El 12 de enero de 1945 se inició en el frente del Este la gran ofensiva soviética anunciada por Guderian. Nuestras líneas defensivas se hundieron en un ancho frente. Ni siquiera los dos mil modernos tanques alemanes que se hallaban en el Oeste habrían podido neutralizar entonces la superioridad de las tropas soviéticas».
Las Memorias finalizan con Speer aceptando su responsabilidad como principal colaborador del Nazismo y omitiendo sus crímenes como si se tratara de una analfabeta emocional. Speer, fue un técnico sin humanidad. Y también un gran traidor para la humanidad. El Fiscal Soviético en Nuremberg solicitó la horca para Speer. Quizás lo mereció.
Ángel Rafael Lombardi Boscán es Historiador, profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia. Representante de los Profesores ante el Consejo Universitario de LUZ
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