Alemania pospolítica, por Fernando Mires
Twitter: @FernandoMiresOl
El resultado de las elecciones que tuvieron lugar el 26 de septiembre en Alemania consagró una absoluta primacía de los partidos de centro: un cuarteto formado por SPD (25,7%), CDU-CSU (24,1%), Verdes (14,8%) y FDP (11,5%). Ese cuarteto representa en forma equitativa las cuatro principales corrientes políticas de la modernidad: socialistas, socialcristianas, ecológicas y liberales.
Fuera del espectro de alianzas quedaron ambos extremos: la ultraderecha (AfD 10,3%) y la izquierda extrema (Die Linke 4,9%). La primera porque es un partido (todavía) paria, no coalicionable. La segunda, porque el miserable resultado obtenido solo les alcanza para sobrevivir.
La posibilidad de una alianza izquierdista, la de los dos partidos rojos más los Verdes, ha sido aventada. Gracias sobre todo al jefe de los socialcristianos de Baviera, Markus Söder. Para impedir esa alianza a la que algunos socialdemócratas no miraban con malos ojos y muchos Verdes con buenos ojos, llamó Söder a un alerta general. A la caída estrepitosa de la votación del candidato democristiano Armin Laschet, hay que agregar, entonces, la cantidad de votos que recibió de quienes solo querían impedir una coalición de izquierda-izquierda.
En general, la ciudadanía alemana votó en contra de la polarización.
En términos futbolísticos, el partido se está jugando en el medio campo. Todas las alianzas centristas son posibles: desde una repetición de la gran coalición que permitió gobernar a Merkel (la más improbable), hasta llegar a dos tipos de coaliciones, dependiendo con quienes deciden casarse los Verdes y los liberales: si con el partido ganador («coalición semáforo»: rojo, verde y amarillo) o por la «coalición Jamaica» (negro, verde y amarillo). El verde-amarillo y no el rojo y el negro, decidirán quiénes conformarán el futuro gobierno de la nación. Las mayorías, entonces, las decidirán las minorías. Todo muy democrático. Todo muy armónico. Todo muy formal.
En Alemania han sido impuestas dos tendencias predominantes en el paisaje europeo. Primero, la del fin del bipartidismo tradicional (socialistas y conservadores) Segundo —una tendencia más reciente—, la recuperación electoral de los partidos socialistas.
Con respecto a la segunda tendencia, hay que resaltar algunos puntos que merecen cierta atención. En efecto, los socialistas han advertido, antes que los conservadores, que si bien las clases sociales siguen prevaleciendo, ya no son las de la llamada sociedad industrial. Eso significa que los socialistas no pueden seguir actuando como representantes exclusivos del sector laboral sindicalmente organizado (las grandes agrupaciones obreras están en vías de desaparición) sino de segmentos que reclaman un mayor atención social.
El expartido de la clase obrera alemana, siguiendo la orientación de los partidos socialistas escandinavos —todos hoy dirigiendo gobiernos de coalición— ha sido transformado en el partido de las reformas sociales del orden posindustrial, haciéndose eco de demandas que en el pasado reciente no concitaron su atención, entre ellas, las ambientalistas, las de género, las generacionales. O sea, un partido que brinda sus ofertas de acuerdo a un catálogo elaborado por especialistas en materias electorales.
El socialismo de la posmodernidad ya no es el de la modernidad. Incluso no es seguro si todavía podemos seguir hablando de socialismo. SPD —como sus congéneres escandinavos—, más que socialista, es hoy un partido social. Esa diferencia es grande.
Social no significa ser clasista. Tampoco es perseguir un orden social «superior». Solo significa atender a los llamados de los grupos sociales más perjudicados por el orden económico y, a partir de ahí, proponer reformas a cambio de votos. En otras palabras, SPD no es más un partido de programas sino un partido de temas. Esos temas pueden variar de acuerdo a las preferencias que aparecen en el mercado electoral. No puede decirse lo mismo de los conservadores-cristianos.
Para nadie es un misterio que en muchas regiones CDU-CSU sigue siendo el partido de los empresarios o, por lo menos, un partido más económico que social. Visto así, los conservadores son más «clasistas» que los socialistas. Característica que durante largo tiempo fue aminorada por Merkel y el merkelismo (hay quienes dicen que la mejor socialdemócrata de Alemania ha sido Angela Merkel) y por la coalición caracterizada por una desproporcionada representación ministerial de los socialistas. Olaf Scholz, captando el vacío que dejará Merkel, asumió un estilo merkelista en formato masculino. Esa fue una de las razones que explican su rápido e imprevisto ascenso electoral.
*Lea también: Aprender de Merkel y de otros como ella, Luis Ernesto Aparicio M.
Para quienes identifican a la política con la pura gobernabilidad, el resultado no puede ser más satisfactorio. De una u otra manera la coalición que gobierne integrará a parte de la oposición en aras de un gobierno estable. De este modo, en Alemania ha terminado por imponerse la política del consenso por sobre la política de la diferencia. Todo estaría perfecto, salvo un detalle: la política de la diferencia es la política por excelencia.
Sin diferencias no hay política y mientras más marcadas sean estas, más política será la vida de una nación.
De ahí que las siguientes preguntas están lejos de ser inoportunas. ¿Ha entrado Alemania, al igual que otros países europeos, en una fase histórica caracterizada por una «despolitización de la política»? ¿Una fase a la que podríamos llamar pospolítica? ¿Una fase en donde las diferencias entre los partidos son siempre negociables en función de un objetivo común?
Por cierto, las alianzas políticas en contra de un enemigo común han sido una constante en las democracias occidentales. Pero en este momento no hablamos de enemigos sino de objetivos.
Y este es el caso de Alemania: la coalición que lleve al gobierno no será erigida para detener a un enemigo peligroso (la posibilidad de un gobierno antidemocrático, por ejemplo) sino simplemente para consolidar un gobierno funcional, en aras de un supuesto bien común.
Sin duda, los admiradores de la democracia alemana pondrán a la futura coalición como un ejemplo de gobernabilidad. Ejemplo que, naturalmente, tendría justificación si es que no existieran grandes diferencias. Pero si esas diferencias subsisten, y solo son ignoradas, estaríamos frente a un caso de simple oportunismo, en donde lo que más une a los partidos ya no son programas, ni ideas ni bases sociales sino solo el inocultable e intenso deseo de compartir las mieles del poder que ofrece la ocupación gubernamental del Estado. Pues, una cosa es que las diferencias hayan desaparecido y otra es ocultarlas. ¿Cómo puede ser posible, por ejemplo, que partidos que siempre se han repelido, como los liberales y los Verdes, hayan descubierto de la noche a la mañana una enorme cantidad de compatibilidades que antes nunca habían percibido?
Los partidos del centro político están hablando sobre puntos comunes, reales o recién inventados. Naturalmente, todo lo que potencialmente los desune, deberá ser dejado de lado. Ya desde los inicios de la campaña electoral, como si hubieran contraído un acuerdo tácito, los partidos negaron tematizar problemas agudos que entorpecieran la formación de eventuales coaliciones. ¿Las imparables migraciones? Es un problema que debe ser resuelto con una buena integración y con una sabia educación en las escuelas.
¿La intolerancia de los grupos antivacuna? Tienen derecho, pero también deberes y deben cumplirlos (acerca del «cómo» nadie dice nada). ¿El enorme crecimiento de la desintegración social, de la desocupación laboral y de la ocupación informal? Muy simple, aparecerán nuevos puestos de trabajo (nadie dice dónde y cómo). ¿El crecimiento desorbitado de las enfermedades psíquicas? Ese, al fin, dicen, es un problema clínico, no social. Y así, suma y sigue.
Al final, deciden ponerse de acuerdo en dos temas frente a los cuales nadie está en contra y que más bien sirven de coartada para simular unidad: protección al medio ambiente y digitalización. Y que cada uno entiende por ellos lo que quiera.
Ni hablar de la política internacional. Ningún dirigente de partido, mucho menos los candidatos, mencionan a la Rusia de Putin y sus ambiciones territoriales. Nadie dice, para no intimidar electores, que Europa es uno de los espacios más peligrosos de la política internacional de nuestro tiempo. Nadie intenta levantar un mínimo debate frente a las visiones integristas de los gobiernos de Turquía, Hungría o Polonia. Lo importante, al fin, es no alterar la paz espiritual de los electores, evitar conflictos donde y como se pueda, y cuando no es posible, barrerlos hacia debajo de la alfombra. Todo, definitivamente todo, deberá ser realizado en función del principio de gobernabilidad.
La política de Angela Merkel debe continuar. Ese parece ser el mandato común.
Lejos de restar méritos a los talentos administrativos de la canciller saliente, su habilidad para contraer compromisos, su honestidad y capacidad de diálogo, no podemos dejar de notar que ella, quizás gracias a sus propias cualidades personales, ha contribuido a la despolitización gradual de la ciudadanía alemana.
Según Merkel, los problemas se resuelven solo cuando se presentan. Merkel no tiene visiones de futuro, lo que en sí puede ser positivo. El problema es que los enemigos de la Europa democrática sí las tienen. Más aún, ellos intentan llevarlas a cabo como sea. Por eso Merkel nunca ha sido clara, como sí lo fue Biden, al establecer líneas demarcatorias entre las democracias establecidas y las nuevas autocracias que aparecen en Europa. No pocos quedarán con la impresión de que, cuando ella gobernaba, reinaba la paz, la tranquilidad y la felicidad en el continente. Sin embargo, hay razones que llevan a pensar que eso no es así.
Los enemigos de la democracia, pese a la marginación puntual que han acusado en estas elecciones, continuarán creciendo.
Los gobiernos administrativos, pero no políticos que sucederán a Merkel, deberán enfrentar una enorme cantidad de problemas no resueltos. Por mientras, la nueva coalición que emergerá del centro, podrá seguir bailando durante un tiempo sobre la cubierta del Titanic, sin conflictos ni antagonismos políticos que atormenten las almas buenas.
Fue Jürgen Trittin, viejo tercio de los Verdes, quien tuvo que llamar a la atención a la pareja dirigente de su partido, Annalena Baerbock y Robert Habeck (una especie de versión política de Fred Astaire y Ginger Rogers) cuando los vio enfrascados en una discusión acerca de a cuál de los dos correspondería el puesto de vicecanciller en un futuro gobierno de coalición. El estupor de Trittin es comprensible: ¿cómo discutir sobre puestos a ocupar sin fijar antes acuerdos con los demás partidos? Evidentemente, Trittin pensaba en los términos de la vieja política.
Ahora, ya es imposible ocultarlo. Un fantasma avanza sobre Europa: es el fantasma de la antipolítica vendida en el mercado como pospolítica. En vista de esa situación, no estaría mal recordar una frase de Freud: «Lo que ha sido reprimido» —en este caso la política— «siempre vuelve» Podríamos agregar: «Y, a veces, con inusitada furia».
Fernando Mires es (Prof. Dr.), fundador de la revista POLIS, Escritor, Político, con incursiones en literatura, filosofía y fútbol.
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