América Latina no es un cuento de hadas, por Francisco Sánchez
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América Latina no es un cuento de hadas, pero Vladimir Propp y su Morfología del Cuento pueden servirnos para entender por qué se va imponiendo entre informadores, expertos y analistas cierto tipo de relato plano para explicar lo que pasa en la región. Se trata de una narrativa circular que recurre a tópicos juntados por líneas de trazo muy grueso que impiden ver la diversidad y complejidad de las causas de los problemas regionales y que, sobre todo, descartan toda aquella información que contradice las personalísimas preferencias de los autores, camufladas en una especie de sentido del «deber ser».
Tal es así que incluso aquellos que se reclaman objetivos desde el «periodismo de datos» no dejan de caer en la tentación de omitir información que les genera disonancia cognitiva o simplemente usan el encuadre adecuado para que sus «números» se ajusten a su visión del mundo.
Sin llegar a las 31 funciones que Propp encontró en las narraciones rusas, en muchos de los relatos informativos o de opinión sobre Latinoamérica identifico al menos tres elementos que explico a continuación y que pueden ir juntos o separados: utopía, caudillo y/o decepción.
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Ser territorio de utopías parece lo propio desde que fuimos el Nuevo Mundo que inspiró al mismo Tomás Moro. En el siglo XX la utopía tomó forma de Revolución, siendo Cuba –una isla al igual que la de Moro– la prueba de que otro mundo era posible y que solo hacían falta Fideles y Ches para lograrlo. Chiapas fue el canto del cisne de las utopías revolucionarias latinoamericanas, un rico proceso que tuvo como epílogo la kafkiana transformación del Subcomandante Marcos en Durito.
Los “giros a la izquierda” son las utopías del siglo XXI. Por ello, en cada nueva elección buscan al candidato de izquierda que liderará el proceso que solucione las profundas injusticias nacionales esperando, además, que el mismo –que se asume será exitoso– se extienda a toda la región, marcando la vía para superar el neoliberalismo global.
Para algunos no basta con que líderes y organizaciones participen en las elecciones buscando poner en marcha transformaciones que reduzcan la pobreza o rompan estructuras de desigualdad: siempre buscarán indicios que muestren que «esta vez sí será la solución definitiva». El problema no es que un ideal marque el sentido del cambio, sino que muchas veces estos anhelos responden antes a sueños de ciertas élites que a demandas sociales.
El caudillo es el facilitador de la utopía y porta los deseos del pueblo, encarnando la mística, la épica y la lírica de una masa plebeya más próxima a los personajes de Galeano que a auténticos ciudadanos. Para ello, informadores, expertos y analistas otorgan al caudillo –las tenga o no– virtudes y dones naturales o sobrenaturales que le facultan para transformar el rumbo y el destino de todos, que van desde la capacidad intelectual al heroísmo y que, como contrapartida, lo hacen digno de devoción.
Sin embargo, estos relatos siempre olvidan que el caudillo está limitado por instituciones y que las sociedades son plurales, por eso, cuando un país «gira a la izquierda» las personas de derecha no se diluyen por arte de magia, sino que más bien resisten.
La cobertura de las últimas elecciones colombianas son un buen ejemplo de estas construcciones. El relato hegemónico estaba centrado en mostrar que Petro haría posible, finalmente, la utopía del giro a la izquierda en el país, obviando tanto el estancamiento de su candidatura en las encuestas como los gritos de una sociedad polarizada y tan desencantada que había llegado al colmo de votar en contra del proceso de paz.
Como los problemas de la región son tan grandes y complejos, y las expectativas de solución inmediata son tan elevadas, el ciclo se cierra casi siempre con la decepción: ni los caudillos tienen superpoderes ni la utopía triunfa sobre la tozuda realidad. Pasó con Castillo en Perú y sus leyes conservadoras y moralistas, como si alguna vez hubiese ocultado su visión del mundo; está pasando con Boric en Chile, a quien le falta el apoyo de un parlamento más bien conservador o a AMLO en México con la 4T, que no ha sido capaz de cambiar las condiciones de explotación laboral o aumentar significativamente el pago de impuesto de los más ricos, de los más bajos, en uno de los países más desiguales del planeta.
Cuando llegan las críticas falta la autocrítica, los analistas deberían ser conscientes de su responsabilidad en la generación de decepciones por inflar las expectativas sobre la magnitud y la velocidad de los procesos de cambio; porque al fin y al cabo, las hadas no existen.
Francisco Sánchez es politólogo y director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. Profesor de Ciencia Política con especialidad en política comparada de América Latina. Doctor y Máster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca.
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