Anécdota del Carrao Bracho, por Marcial Fonseca

Twitter: @marcialfonseca
Con nuestra temporada de la pelota en su apogeo, recordaremos una anécdota de uno de los mejores lanzadores que ha producido Venezuela, Carrao Bracho, basada ella en su atávico temor a los aviones. Los evitaba siempre que fuera posible; él prefería quedarse en su lar nativo jugando bolas criollas o pescando.
Pero antes de pasar a la historia, permitan una digresión al autor; y es que este no entiende la rivalidad traslaticia que manifiestan los fanáticos al hablar de sus equipos. El fanatismo les hace exhibir una parcialidad ajena al espíritu de todo buen beisbolista. Es inexplicable que no reconozcan la superioridad innata del equipo larense. De hecho, vean cómo el pueblo, objetivamente, identifica a los componentes de la liga venezolana. Son ocho equipos, quizás sea más apropiado decir que son siete caimaneras; en orden alfabético: los Aguiluchos del Zulia, los Canoeros del Magallanes, los Cunaguaros de Aragua, el Glorioso Cardenales de Lara, los Mansos de Margarita, los Mininos del Caracas, las Sardinitas de la Guaira y, por último, los Veganos del Anzoátegui.
Los lectores, imparciales y objetivos, y conocedores de este deporte coincidirán con el cronista en que, de esos equipos, ninguno tiene perfume para formar parte de la liga norteamericana, salvo el Glorioso Cardenales de Lara, amén. Y les revelo un secreto: hay conversaciones para lograr ese objetivo.
Regresemos al gran Carrao Bracho. Nació en Maracaibo, jugó veintiséis años en la pelota venezolana, también en la liga dominicana y participó en seis Series del Caribe. Sin embargo, era legendario su miedo a los aviones; su pánico era de esos que hacen que las personas tengan un comportamiento infantil. Por ello los evitaba; y en caso de que fuera necesaria su presencia en un juego, el prefería irse por tierra, en su propio carro.
En una oportunidad, en un viaje a Caracas, logró que un compañero de equipo lo acompañara. El pitcher acordó con el otro, que de paso era su compadre, que lo recogería a las cuatro de la mañana en su casa. Un viaje Maracaibo Caracas lo ameritaba. Era el año de 1953.
De la casa del compadre se dirigieron al puerto para embarcarse en el ferry. En este, el pitcher lo invitó a tomarse un guayoyo, «No, acá la calidad es muy mala, mejor desayunamos del otro lado, yo invito», respondió el acompañante. Después de dos horas llegaron a Palmarejo. El compadre lo llevó a un quiosco; pidieron café, empanadas y pastelitos, Carrao pagó el consumo mientras el otro se ausentaba para ir al baño. Reanudaron el viaje, pero antes decidieron que mejor se iban por Falcón, así evitarían las trescientas sesenta y cinco curvas de Carora.
En Coro, el compadre tomó el control de carro, pero antes invitó a refrescarse con agua de coco y unas paledonias que eran las mejores del lugar. Carrao asumió la cuenta mientras el compadre aliviaba su vejiga.
En el viaje hasta Morón, Carrao explicó que, a pesar de su miedo a los aviones, sí se había montado en uno y pasó una gran pena. En esa oportunidad la Creole lo invitó a unos juegos de la compañía en Amuay; aceptó por la deferencia que tuvieron para con él. Asustado y todo, preparó su vianda de viaje, por si acaso, una arepa rellena de jamón y un termo de café. Llegó temprano al aeropuerto; fue muy bien recibido y lo llevaron hasta su asiento en la nave, un DC-3 de los primeros que llegaron al país. Ya listo para el despegue, el sobrecargo, ante de sentarse, les dijo «A fajarse». Bracho sacó su vianda, y se fajó con su condumio; le llamaron la atención porque no se había abrochado su cinturón de su seguridad. Eso hizo el viaje menos escalofriante.
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El amigo le dijo que conocía un buen restaurante en Morón a la orilla de la playa. Se pararon y almorzaron. Luego, aquel se distrajo con el paisaje y Carrao llamó al mesonero y se encargó de la cuenta.
«Ahora sí, de aquí hasta Caracas, la última parada será en los Guaracarumbo, ahí cerraremos con cafecito y golfeado», dijo el acompañante.
Llegaron al quiosco, que sería el último del viaje, luego de un café y sendo golfeado para cada uno, el compadre llamó al portugués para pedirle la cuenta. Carrao brincó, «Epa, epa, que vaina es, Compadre, ¿usted quiere escoñetarme el no hit no run?; no se preocupe que yo también pago esto».
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor.
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