La solidaridad, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste,
emocionado incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre; echóse a andar…
Cesar Vallejo.
La expresión más elaborada del ser humano, sin lugar a dudas, es la inteligencia, de manera que ella es la característica que nos diferencia del resto de los seres vivos en la escala filogenética. Su asiento lo tiene en el cerebro, órgano que ha tardado al menos 70 millones de años para llegar a organizar las ordas y, poder lidiar, hoy, con el constructo social más complejo y exigente como lo son las ciudades, las cuales, al parecer, se impondrán, definitivamente, en este siglo XXI.
Una hija de la inteligencia, y quien ha jugado un papel fundamental en la supervivencia de la especie, es la solidaridad. Sin ella, la humanidad no hubiese podido avanzar y las condiciones de adversidad de la naturaleza y las fuerzas atávicas de los propios humanos, hubiesen retardado el desarrollo de la humanización, cuya expresión más acabada es dar desinteresadamente nuestras energías o parte de nuestros recursos a una causa colectiva o individual, a fin de que estas tengan un grado de equilibrio mayor.
Esto viene a cuento porque Venezuela atraviesa un colapso de proporciones desmesuradas, comenzando por el aparato estatal, el cual se encuentra convertido, casi, en una chatarra incapaz de proporcionar los servicios básicos a la población.
El sistema educativo, los servicios de electricidad, las carreteras, la seguridad ciudadana, en todas esas necesidades obligatorias, uno presencia el avance de la ruina. Pero donde la situación toma carácter dantesco es en el sistema de salud y es allí donde ha aparecido el clamor del ciudadano para exigir la solidaridad. El sistema público sanitario, cruzado por la desidia y la ruina, ha impulsado la proliferación de organizaciones para canalizar la solidaridad. Cada día llegan más rogatorias para salvar una vida o hacerla más decente y si bien nosotros no podemos entender esto como una solución al caos, estamos en la obligación de entenderlo como una manifestación y un ejercicio para mantenernos a flote, en medio de tanta improvisación y corrupción gubernamental.
La solidaridad tampoco es un camino fácil, sobre todo cuando se practica con amigos o familiares, dado que más de las veces una especie de confusión desagradable rodea este gesto, porque el que la recibe ha dado manifestaciones de deficiencia y esto le obliga a una especie de resistencia o de hidalguía que termina siendo interpretada, en forma no muy amigable, por el dador generoso.
Tal es el caso de un amigo del pintor Claudio Cedeño, a quien yo le asigné el apodo del Colérico Caravaggio, más por su estado de ánimo permanente que por sus pinturas. El Colérico había estudiado con Claudio la carrera docente y había militado con él en sus ideas políticas. Para esa época, él estaba construyendo una hermosa casa en San Diego de Los Altos, un pueblito bucólico cerca de Los Teques y, mientras la construía, vivía con su yerno. Pero la vida cotidiana, que es capaz de consumir hasta el amor más elaborado, produjo una desavenencia tan grande que el Colérico decidió mudarse a su casa sin terminar, con su esposa y una hija adolescente.
En una de esas actividades políticas en Los Teques, una vez libres de obligaciones, decidimos visitar al Colérico Caravaggio y, al localizar la casa, no salimos del asombro de las penurias que sufría nuestro amigo. Una casa con los huecos de las ventanas tapadas con plástico y un pandemónium en su interior. Claudio, muy afectado, le conminó a abandonar aquel desorden, pero nuestro amigo se mantuvo firme en su decisión.
Terminada la visita y camino a Caracas, me animé a decirle a Claudio que había que hacer de inmediato una jornada de solidaridad, aun cuando estábamos cortos de tiempo y recursos.
Yo le había comprado un cuadro de gran formato al Colérico, a un precio módico, con uno de esos bonos extraordinarios que, de tiempo en tiempo, recibíamos los profesores universitarios.
Al llegar a mi casa, pensé de inmediato en una amiga que había unido su amor y su fortuna a una mejor establecida, y quienes en ese momento estaban amueblando el nuevo nido. Ellos, de vez en cuando, hacían unos almuerzos maravillosos donde yo era invitado algunas veces y, sin pensarlo mucho, tomé el cuadro y se los lleve para que lo vieran. Mi amiga mostró un alborozo desmedido y al preguntar el precio, tal parece que yo estaba pensando en resolver todos los problemas del colérico, porque pronuncié una cifra que a mí mismo me sorprendió. No hubo objeción alguna y emitieron el cheque de inmediato.
Al salir del almuerzo, busqué a Claudio y le informé de mi decisión de entregarle el cheque al Colérico en su totalidad y, de inmediato, tomamos rumbo a su casa. A nuestra llegada y con la entrega del cheque se formó un clima sentimental de esos que uno evita compartir por tanta emoción derramada.
Total que Claudio, para no quedarse fuera de la solidaridad, le pidió al Colérico unas acuarelas que este había pintado en unas sesiones de campo. Eran 12 en total.
Bajamos a Caracas y Claudio, menos lastimado de ánimo, me habló de hacer el esfuerzo para ver quién de nuestras amistades estaría en disposición de comprar algunas de las acuarelas.
Para esa época, mi esposa recibía unas clases de baile popular con un grupo de amigas, quienes vivían en una permanente alegría y cuyas sesiones terminaban siempre en un agradable café, rociado de chistes y chismes, y donde habíamos comentado el libro Tierra de Hombres de Antoine de Saint-Exupery.
Con mucho detalle logré que dos de ellas se comprometieran a comprar un par de acuarelas, pese a que no las habían visto. Una de ellas le preguntó en voz alta a mi esposa que si yo tenía buen gusto, y la mirada y el gesto de la interrogada produjo tal risotada y comentarios sarcásticos que la compra quedó garantizada.
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Al informarle la buena nueva a Claudio, me señaló que el Colérico Caravaggio había pasado por su casa, le había preguntado por sus acuarelas y que él quería saber cuál era el negocio que nosotros teníamos con sus pinturas. Claudio, que a veces era búho y león a la vez, le conminó a que se llevara sus acuarelas, con la conclusión terminante de que ni él ni yo éramos vendedores de cuadros. Y así terminó nuestra hermandad con aquel personaje y comenzaron mis explicaciones psicológicas, entre risas y chistes, de la dificultad psíquica de algunos sujetos para entender la solidaridad.
Volviendo al país, no dudamos en señalar que en el centro de su salvación, como ejercicio de sensibilidad para las luchas políticas, está la solidaridad.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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