Arafat, por Simón Boccanegra
Murió Yasser Arafat. Singular destino el de este hombre, siempre en medio del huracán, que terminó por ser el símbolo viviente de la indomable voluntad del pueblo palestino por establecer su soberanía sobre un pedazo de la bíblica tierra de sus ancestros. Desde la lucha armada y el terrorismo hasta los acuerdos de Oslo y el estrechón de manos con Isaac Rabin y la creación de la Autoridad Palestina, la parábola vital de Arafat es la de su propio pueblo, que desde la ilusión de la liquidación del Estado israelí hasta la comprensión de la necesidad de la coexistencia de los dos Estados, ha recorrido todas las escalas de la lucha, con un Arafat que de guerrero devino estadista.
Errores cometió, y no pocos; si acaso lo excusa el contradictorio entorno donde debía moverse. Asediado en su propio bando por sectores extremos y enfrentado, ya al final, después que Rabin fuera asesinado por un fanático judío, a la brutalidad fascistoide de Ariel Sharon, quizás la muerte del líder palestino, después de los inevitables reacomodos en el liderazgo de la Autoridad Palestina, contribuya a la emergencia de una nueva conducta en el gobierno de Israel y fortalezca las posturas negociadoras en Palestina. La satanización de Arafat por la derecha israelí fue siempre la cómoda coartada para bloquear los caminos hacia la búsqueda de una solución justa, equitativa y pacífica al prolongado conflicto que desde hace más de medio siglo opone a los hermanos enemigos, descendientes ambos del tronco común del patriarca Abraham.