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Armado Reverón, por Pablo M. Peñaranda H.



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Armado Reverón
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Opinión TalCual | agosto 1, 2022

Twitter: @ppenarandah


Las pinturas de Armando Julio Reverón Travieso son emblemáticas en Venezuela. Fue un artista con una trayectoria fantástica. En sus últimos años, afectada su salud mental, logró construir un pequeño pero cómodo castillo en el litoral central, cerca del mar, en los límites del poblado de Macuto. Allí elaboró sus llamativas manualidades y sus pinturas sobre retazos de sacos de yute preparados con el blanco de trementina; los marcos eran cortezas del tallo de la planta del coco.

En ese castillo, vivía con Juanita, su mujer, y un mono apodado Pancho. Había estudiado pintura en España y, entre los visitantes a su castillo, aparecían con frecuencia apellidos de trayectoria en las grandes empresas venezolanas. Una cineasta, una rara avis en aquella época, realizó un documental que hoy día sigue siendo un poema por la estética cinematográfica.

En ese documental, toman vida los objetos, especialmente las muñecas, y, en una que otra escena, Armando aparece dibujando paisajes y un maravilloso autorretrato donde muestra una barba inmensa de ermitaño, mientras el mono Pancho salta y chilla de contento.

Todo esto viene al caso porque, en una de sus chascarrillos, un amigo pintor con premios nacionales e internacionales sostuvo que había visitado varias veces a Reverón cuando este vivía sus últimos años. Posiblemente, dice nuestro amigo, por el deterioro de la salud, Reverón le permitía al mono Pancho descender de sus hombros, tomar el pincel que se encontraba a la altura de la cintura en una especie de artilugio parecido al usado por los electricistas, lo mojaba en la pintura y daba un trazo en el pedazo de yute para volver solicito al hombro del artista. En una postura contemplativa, Armando recibía el pincel del mono y lo devolvía al cinto.

*Lea también: Cualidad divina, por Aglaya Kinzbruner

Nuestro amigo dice que presenció esta actitud de Pancho en reiteradas oportunidades.

Reverón muere en 1954 a los sesenta y cinco años.

Con el paso del tiempo, se fue preparando una gran retrospectiva de su obra y fue el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, el MOMA, el que tuvo la capacidad de realizar esa majestuosa empresa para financiar la curaduría con críticos de arte venezolanos y estadounidenses.

Ese año tuvimos la suerte y el tino de encontrarnos en esa ciudad con nuestra hija y un cuñado que trabajaba en el Coro de Santa Cecilia en Roma, que hacía trabajos de Art Dealer en su tiempo libre y cuyo humor era excepcional.

Con mucho entusiasmo, salimos del hotel a la exposición para comprar los tickets. Mientras nos encontrábamos en una fila algo larga, cerca de nosotros, un conocidísimo director de un programa de radio sobre salud cruzó unas palabras conmigo referentes a exposición. Yo le informé que, durante mi juventud, había trabajado como maestro en una escuela de Macuto y conocí al constructor del castillo, un albañil de apellido González. Le conté que este me había explicado la manera en que construyó esa edificación y la forma de los sótanos donde se podía encontrar a Reverón descansando o durmiendo cuando el calor agobiaba.

Al entrar a la exposición, nos separamos. Cada uno iba con su grupo familiar, pero, como ocurre en toda exposición, el ritmo particular te va dejando solo frente a cada cuadro. Así iba marchando mi deleite cuando volví a encontrar al famoso de la radio; sin embargo, este no me hablaba a mí, sino a quienes le acompañaban y oí perfectamente las frases donde expresaba el elevado nivel de abstracción en que se encontraba el artista para producir aquella pintura.

Poco a poco, logré ponerme frente al cuadro y, en un celaje, vino a mi memoria el mono Pancho y sus pinceladas. Pensé que las exposiciones también eran un homenaje para él y para Juanita.

Juanita

Esperé a mi familia frente a la pintura y le comenté en voz muy baja a mi cuñado la divertida opinión de mi amigo pintor. Este se quedó mirando detenidamente la pintura y me sentenció que era probable esa teoría, dado que acababa de leer una noticia sobre una ciudadela en la India donde, debido al número de hurtos de alimentos y otras pertenencias a los pobladores, estos elevaron una queja de tal magnitud contra los monos que un juez dictaminó que debían ser sacados de la ciudadela y reducida drásticamente su población.

No habían transcurrido un par de horas de aquel decreto cuando una gavilla de monos asaltó el juzgado y destruyó todo a su paso, particularmente los documentos.

Mi cuñado no me explicó cuál fue el resultado final del suceso, pero sentenció con mucho énfasis que, si los monos son capaces de organizar y llevar a término una rebelión, perfectamente podrían hacer una pintura, sobre todo cuando se tiene un maestro tan bueno.

No volvimos a hablar sobre el tema y, al día siguiente, nos encontramos en un restaurante de cuyas paredes colgaban unas pinturas con trazos desordenados de colores primarios. Todos buscamos nuestras miradas y, en las carcajadas que se produjeron, estoy seguro que, de alguna manera, estaba presente la anécdota de Pancho.

Esto es lo que quería contarles.

 

Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en Sicología y profesor titular de la UCV

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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