Balas equivocadas, por Omar Pineda
X: @omapin
Figueroa me deshace un sueño dulce al que seguro no voy a regresar cuando abra los ojos. Casi nunca veo a papá y ahora que conversamos sobre algo que él me ordenó comprar, suena el celular y lo primero que hago es maldecir por no haberlo apagado. No hacía falta adivinar. Era él, con ese tono de voz lastimero que arrastra desde hace varias semanas. «Mi pana, no puedo dormir», se queja de nuevo. Le subrayo que son las 4:19 de la madrugada, y a él lo único que se le ocurre es disculparse, porque olvida la diferencia de horarios, pero de inmediato insiste que desde que ha vuelto a ver a Chourio, con más años, pero igual curtido de maldad, no se anda tranquilo.
Tras una pausa que yo aprovecho para bostezar y admitir molesto que no recuperaré mi sueño con papá, respondo airado «¡Coño, Figueroa, ¿tú crees que ese tipo esté pensando ahorita en vengarse de algo que pasó hace tanto tiempo?» Mi amigo calla por momentos e intenta convencerme de que no es el reencuentro fortuito con Chourio lo que en realidad le perturba, sino que verlo de nuevo le ha llevado a evocar al pobre José y de la escena del disparo en el cuello, en el mismo día de su cumpleaños. Eso lo atormenta.
Para no repetir lo que le expliqué la otra vez cambio de táctica, le aconsejo que se tome una cerveza con paracetamol y seguro dormirá tranquilo. «Mañana, si tú quieres, Figueroa, hablamos sobre eso y cualquier otra cosa». Mi amigo se avergüenza por haberme despertado y busca aclarar si en verdad lo de la cerveza con paracetamol funciona. Le miento al garantizarle que yo lo hago con frecuencia.
Nos despedimos, pero ahora soy yo quien renuncia a volver al sueño con papá para trasladarme a esa noche cuando nadie advirtió al Chourio venir sigiloso, como un astuto gato, sacar la pistola y soltar el único disparo que le entró en la garganta al sonriente José que festejaba con un trago de ron su cumpleaños dieciocho.
El Chourio disparó y se quejó, a manera de disculpas, porque la bala estaba destinada a la cabeza de Figueroa, pero igual todos huimos. Le he dicho que se aquiete, que eso pasó hace tanto y que Chourio pagó con la cárcel el atroz error de su mala puntería.
La primera vez no cedió a mis palabras e insistió en contarme lo que yo conozco de memoria. Por eso le reclamo. Figueroa, acuérdate que yo estaba a tu lado, cuando Chourio apretó el gatillo y todos saltamos; yo tropecé con el bolso de Ismael y caí de bruces como pendejo, mientras ustedes se ponían a salvo gritando que también le dio al Negro, en referencia a mi caída, cuando yo lo que hacía era intentar levantarme del piso y correr.
Incluso Chourio me vio tirado ahí y creyó que el rebote de la bala me había herido en la pierna. Dijo «perdona, Negro, pero Figueroa se metió con mi viejo». No habló más porque Chourio también corrió ya que la gente se asomó en las ventanas y gritaba que llamaran a la policía.
En medio de la tragedia, a mi ese momento me pareció divertido. Ustedes corrían, volteaban y cada vez que veían a Chourio detrás, no para dispararles sino para huir de la escena del crimen. Pero yo en el suelo observaba a José chorreando sangre por la garganta, mientras la tierna expresión de sus ojos se distraía en el movimiento de las hojas del árbol de eucalipto, entonces tuve una rara sensación de miedo, pero también de echarme a reír.
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Fue una confusión de principio a fin. Figueroa estaba sentado en la escalera del bloque conversando con sus amigos, y dijo algo despectivo sobre los viejos, porque había sostenido una discusión con el papá de Zaire, su novia. En ese instante, pasó el señor Pablo Chourio y se tomó las palabras de Figueroa como dirigidas hacia él, en lugar de preguntar, o reclamar, prosiguió su camino y se lo comentó al hijo, un ladronzuelo de poca monta, pero de carácter violento.
Lo siguiente fue que José Luis nos invitó a celebrar sus 18 años con una botella de ron Santa Teresa, que compró en la licorería mostrando con orgullo su cédula que lo acreditaba como adulto. En medio de la euforia le aconsejé que lo siguiente tendría que ser ver una película censura D en el Cine Urdaneta, propuesta que aceptó gustosamente y a la cual todos nos suscribimos y planificamos ir en grupo el sábado en la tarde.
«Yo sé que fue una confusión, Negro… no tienes por qué repetirlo», me reclama Figueroa, molesto consigo mismo más que con Chourio o con el futuro truncado de José. Figueroa es terco y repite que la culpa de que José haya muerto el mismo día de su cumpleaños es solo suya. Fue él quien se peleó con el papá de Zaire, ahora su esposa.
Entonces yo, distanciado emocionalmente de algo ocurrido hace tantos años y por vivir en otro país, le salgo a disgusto con otro consejo: Figueroa, esa culebra se acaba matando a Chourio, tal y como ese pendejo (ahora un hombre viejo) hizo y truncó la vida de José y te está haciendo daño a ti. Figueroa se calla, y solo se oye un respirar jadeante del otro lado del teléfono. Al rato tranca sin despedirse. Veo la hora y no me queda más que entrar a la ducha, preparar café y vestirme para ir al trabajo.
Una semana después me entero que Figueroa siguió mi consejo al pie de la letra, pero no con acierto. Me cuenta Raúl que se hizo de una pistola, esperó que Chourio se trasladara al bar de Bella vista y de un disparo intentó borrar el sentimiento de culpa. Solo que por nerviosismo o por mala leche el disparo fue a dar a Zaire quien, advertido del plan de su marido quiso impedir semejante locura.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España